«Berlin»: el artista frente a la crítica

Hoy, y este hoy, dura ya más de medio siglo, en el que los valores se arrastran por el suelo, pidiendo una limosna como los mendigos que un día fueron clase media y empiezan ya a abarrotar las calles, quién, me pregunto, quién dictamina qué es arte y qué  no.

El tiempo es, sin lugar a dudas, el único juez fiable para esta cuestión. Pero la verdad y el reconocimiento que trae consigo el tiempo, llega a veces con retraso.

Como si no fuera difícil crear una obra de arte, ese objeto extraño que crece en las entrañas y te hace perder la cabeza y que te conduce llevar a la tumba o, si hay suerte y llegan a tiempo, a urgencias, mientras se escabulle como una oscura anguila, aquellos afortunados que pueden, con sus propias manos, sacarse del coño a su retoño y entregárselo al mundo, tienen, encima, que enfrentarse a la crítica.

La crítica, ese rey absolutista, que te puede encumbrar en cuestión de segundos, como puede pisotearte en el suelo como un skinhead. Y más aún, que se cree con potestad de exigir lo que el artista tiene que hacer en la siguiente vez.

El caso del Berlin de Lou Reed es ejemplar. Cómo una obra maestra de tal calibre fue menospreciada, vapuleada y ninguneada, hasta el punto de que no se hiciera gira del disco en su momento, y que hubiese que esperar, nada más y nada menos, treintaitrés años para poder disfrutarlo en directo. Algo así debería ser suficiente para que a la crítica se le hubiera caído la cara de vergüenza de una vez por todas, y empezara a andar con pies de plomo y algo de respeto en sus bolsillos.

Ya es tiempo, porque no hay tiempo, de que la crítica mute, que se humanice, que no sea el enemigo del arte, sino su amigo, como se hace patente en la labor de Marcos Gendre (Lou Reed. El juego de las máscaras, Quarentena Ediciones, 2014). Ya es tiempo de que a la crítica le salgan antenas, se le afinen los sentidos y se lime su piel para que lo extraordinario, lo avanzado a su tiempo le entre por los oídos, por los ojos, por la boca, porque el conocimiento no es nada, sin intuición.