Colombo y el caso del artista machista

Seamos sinceros, el sueño de cualquier hombre es poseer un harén. También el de cualquier mujer. Corrijo: el sueño de cualquier mujer es tener varios amantes. A ninguna mujer en su sano juicio se le ocurriría convivir con más de un hombre. Más que nada porque, al final, las mujeres siempre tenemos que cargar con el maromo que tenemos en casa.

Hay un episodio de Colombo de la novena temporada. Por cierto, breve inciso, qué fuelle tenía este hombre. Debe ser algo generacional, porque Jessica Lansbury, más de lo mismo. Retomando. En el episodio «Crimen, un autorretrato», el detective más desastrado de la televisión se tropieza con Max, un pintor, que lleva un estilo de vida «poco convencional». Después de abandonar a su primera esposa, Luisa, por otra, Vanesa -la que se convertiría en su segunda esposa-, se muda a la casa de al lado de la primera que, desde entonces, le hará las veces de cocinera y matrona. Por si no fuera suficiente, el artista se agencia una modelo, joven y lozana para completar su harén personal. Colombo no da crédito. Natural.

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Cada cual puede vivir como prefiera, y las normas sociales están para ser subvertidas ya que, por lo general, las han creado hace mucho cuatro carcamales amargados y reprimidos. Ahora bien, el caso de Max pasa de castaño oscuro. Si bien al principio se muestra zalamero con sus concubinas, deshaciéndose en elogios, besos y carantoñas, pronto se desvela su verdadero rostro. Desde su terraza le pregunta a su primera esposa:

-¿En qué estás pensando ahora?

– En tu cena, Max

– (Para sí. Satisfecho) Ah, cada cosa en su sitio.

Llega la noche y la cena. Max, sentado a la mesa, presidiéndola. Entran en el comedor las tres concubinas. Cada una portando manjares.

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Luisa ha preparado cazuela de mariscos, el plato favorito del artista. Aquí es cuando observamos por primera vez la naturaleza zafia del artista. Destapa la cazuela y moja un pedazo enorme de pan en ella.

Durante la cena, el pintor llama a su clan «pequeña familia feliz», sin querer percatarse de las caras de fastidio de sus mujeres, y cuando ellas manifiestan lo difícil que resulta para ellas la situación, Max sentencia: «A pesar de todo, os quiero a las tres. Yo me sacrifico en el altar de vuestro egoísmo».

Pero eso no es nada. Después de asesinar a su primera esposa, cuando ésta se disponía a huir con su amante, el paraíso del pintor empieza a resquebrajarse. Las dos mujeres restantes discuten y se insultan a voz en grito, destapando los verdaderos sentimientos la una hacia la otra, así como su rivalidad. Max entra en la habitación y les increpa:

– No tenéis vergüenza. Luisa acaba de morir y ya os portáis como verduleras. ¿De esa forma me consoláis? ¡Fuera! ¡A ver si me hacéis algo útil! ¡Cocinad, rezad por Luisa, lavadme la ropa!

Es grotesco. El machismo en grado supino. Max es un déspota, qué digo, ¡un tirano! Raya lo ridículo…

A todo esto, él sigue hablando con su esposa fallecida, como si no hubiera pasado nada, como si no se la hubiera cargado. Qué tío sinvergüenza.

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Max, el artista machista

Pero a todos los cerdos les llega su San Martín.

Tras una sincera y alcoholizada conversación en la sauna, la segunda esposa y la modelo ven la luz y se deciden a abandonar al amo y señor. Max llega a su casa y se encuentra con un taxi en la puerta y un montón de maletas en el recibidor. Pide explicaciones a las dos mujeres.

-Vanesa te abandona- le dice Julia la modelo.

– ¿Cómo que me abandona? No me lo creo.

[¡¡El tío es tan egocéntrico que no lo concibe!!]

– No se cree que lo abandonas, Vanesa.

– ¡Te lo prohíbo!

-Te digo por qué te abandono. Lo quieres todo de todos. Eres el huésped glotón que se zampa la comida.

– ¡Loca! ¡¡Largo, fuera!!- le grita a Vanesa cuando ella ya está, seguro, sentada en el taxi. Pero el macho alfa ése tiene que tener la última palabra. ¡Nadie puede abandonarlo! ¡Nadie puede dejarlo tirado como una colilla! ¿O sí?