El hueco en «Fahrenheit 451»

Sin duda, el futuro de Fahrenheit 451 no aparece tan aterrador como el que vaticinó Orwell en 1984, donde reina el terror y la determinación, donde que nadie puede pensar en contra del Partido. En la novela de Ray Bradbury la gente simplemente deja de leer, porque deja de interesarse por la vida, por la muerte y la pasión. De hecho, parece que todos estén muertos; viven enterrados en algo que llaman diversión, que les mantiene el cerebro apagado, lejos de la vida real, lejos de las desgracias que suceden en otras partes del mundo. La novela de Bradbury se encuentra, afortunadamente, mucho más cerca de nuestra sociedad actual que la de Orwell. En Fahrenheit 451 la gente sólo leía libros para entretenerse, sin buscar en ellos ningún conocimiento, respuesta, o a sí mismos. Tampoco ninguna emoción.

En la novela la gente se reconoce en las familias, hablan con el televisor y corren a ciento noventa por las calles de la ciudad. No piensan. No se hacen preguntas. Tienen el cerebro ocupado con tonterías, algo que no les inquieta, porque su vida gira en torno a esa levedad del entretenimiento.

A medida que van transcurriendo las páginas, el futuro que imaginó Bradbury no es tan aterrador como lo pinta. El nuestro, por otro lado, parece mucho más interesante. Los de arriba te dicen que tienes toda la libertad del mundo, pero lo que están haciendo es conducir al ganado por donde ellos quieren. Los libros no están prohibidos en absoluto. En realidad, son una mercancía más. La gente puede leer si lo desea, pero el caso es que no lo desea. Y los libros que se venden, se compran y, en ocasiones, se leen son en su mayoría basura en estado puro. Nada tienen que ver con la literatura. ¿Quién lee hoy en día a los clásicos? Lo que la gente lee son best sellers que actúan, al igual que la televisión, como sedantes. El libro se ha convertido en una herramienta de distracción, como los crucigramas.

En Fahrenheit 451 la sociedad ha dejado de pensar y, por tanto, no necesita los libros. Pero, al mismo tiempo, el autor dice que el gobierno inventa a los bomberos, cuya labor radica en quemar los libros que la gente oculta en sus casas. En un principio podría parecer absurdo que intervengan los bomberos si la sociedad está muerta cerebralmente, y sólo queda viva una minoría lectora sin ninguna fuerza. El mismo Faber afirma: “Los bomberos casi nunca actúan. El público ha dejado de leer por propia iniciativa”. No osbtante, se trata de un acto de fuerza y represión por parte del gobierno. Se supone que Bradbury incluye a los bomberos en esta insípida sociedad para hacer hincapié en el potencial poder que pueden llegar a (ob)tener las minorías. Una minoría ilustrada siempre implica un riesgo. Sin embargo, en el caso de esta novela nos encontramos ante una minoría completamente insulsa que antepone un manojo de hojas con la letra impresa de un muerto al pensamiento de los individuos vivos.

Hacia el final de la novela, cuando los disidentes se encuentran, proponen lo que será su proyecto: recordar lo que han escrito otros. Por supuesto que la conservación y lectura de los clásicos es fundamental; nadie en su sano juicio podría negarlo. Los libros son los amigos que nos comprenden, los que nos leen el pensamiento, los que nos hacen reflexionar. Pero son los seres humanos los que tienen que aprender a pensar por sí mismos, y para eso los libros no son indispensables. Por el contrario, Bradbury convierte a su minoría ilustrada, a esa supuesta élite, en meros papagayos que recitan y repiten los versos, las líneas, el texto de otros. Resulta chocante que al autor no se le haya pasado por la cabeza lo siguiente: que los personajes empezasen a escribir ellos mismos, a crear clásicos. O, al menos, a intentarlo. Pues si la literatura no se mantiene viva, esto es, sigue escribiéndose, renovándose, acaba fosilizada. Pierde su sentido. En efecto, lo que propone Bradbury es el mismo fin del arte: ya nadie crea, sino sólo se memoriza, se estudia. El arte como tótem, como divino e inamovible. Como muerte.

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