Festival de Sitges, vuelve a vivir el cine

Hace algo más de un año tuve una experiencia espantosa, horrible. Me encontraba en un cine. Ante mí una gran pantalla y una gran película. Pero a mi alrededor no había espectadores, sino cerdos que gruñían, engullían y ojeaban cada dos por tres su smartphone de los cojones. Entre las voces, el sonido crujiente de las palomitas en sus bocas y las luces azules que por poco me dejan ciega, me sentí como la protagonista de una película de terror, a quien no le queda más remedio que huir despavorida. El cine había dejado de ser ese templo que adoraba desde niña. Ese espacio cuya oscuridad te envuelve y no te da miedo, sino todo lo contrario, porque algo grande está a punto de suceder. La experiencia estética del cine -como la del resto de las artes- requiere respeto. ¿Qué es eso de ponerse como el Quico, mientras vemos un filme? ¿Se permite comer acaso en los museos?

Salí del cine indignada, frustrada, porque lo que podía haber sido una experiencia inolvidable se había convertido en un enojo constante. Mi compañero me decía que me abstrajera, pero ¡¿cómo?!, si estábamos rodeados. A mi izquierda una madre con su hija -de unos cuarenta tacos-, que no paraba de comentar la jugada como si estuviera en el salón de su casa. A su derecha, dos amigos haciendo otro tanto. Y por delante y por detrás, más de lo mismo. Cuando acabó la película, agarré mi entrada y, cual Escarlata O’Hara, juré no volver a pisar una sala de cine. Pero entonces llegó el Festival de Sitges. Y allí me encontraba de nuevo, en una sala repleta y expectante ante el último largometraje de Johnnie To, Drug War. Nada más empezar la película, la gente se puso a aplaudir como una loca. El ambiente entre los espectadores era de total celebración. Vivían la película como si fuesen chiquillos que acudían al cine por primera vez. Durante el filme se escucharon vítores, ovaciones, risas ante lo que estaba aconteciendo frente a ellos.

El cine volvió a renacer esa tarde, sniff, lo siento, no puedo continuar, me emociono…