Harakiri – La tensión del momento final

PortadaEl shogunato Tokugawa, una larga época de paz que vivió Japón y que propició la aparición de los rônin, los samuráis sin amo, ya que muchos señores de la guerra, o shogun, fueron derrotados, así que los samuráis a su cargo se quedaron sin oficio vagando por el país en busca de dinero, alimento o trabajo. Uno de los métodos que usaban era llegar a la casa de un señor feudal y solicitar realizarse el harakiri (seppuku) en su casa, el señor de la casa, conmovido, ofrecería comida o dinero al rônin.

Éste sería el punto de partida de la novela Ibun rônin-ki de Yasuhiko Takiguchi que fue, a su vez, germen de Harakiri (Seppuku, 1962) de Masaki Kobayashi, una valiente película que, justamente, ha alcanzado el estatus de clásico del cine japonés, y formar parte del selecto grupo que consiguió abrir camino para su reconocimiento internacional. Entre otras razones por haber sido capaz de ganar el gran premio del jurado del festival de Cannes de 1963.

La puesta en escena de Harakiri es impactante, colocando al espectador frente a una situación límite, que Kobayashi mantendrá hasta el final de la historia con un nivel de tensión sorprendente. Se inicia con la llegada del rônin Hanshirô a la casa del clan Iyi. Harto de vivir en la pobreza, decide que es el momento de practicar el seppuku para poner fin a su vida de forma honrosa, y por ello solicita la ayuda del clan Iyi. El líder, compadecido por su petición y a la vez avisado por la ola de falsos seppukus, trata de disuadirle, pero ante la insistencia de Hanshirô le cuenta la historia de Motome, un joven rônin que había llegado a la casa días atrás con la misma petición. Seguros de que las intenciones de Motome son más onerosas que sinceras, tres samuráis de la casa Iyi deciden aceptar la petición y acceden a asistir al joven en su suicidio. Motome, sorprendido ante la respuesta afirmativa, trata desesperadamente de salir de la situación, pero es finalmente obligado a realizar seppuku, y para ello es necesario que lo haga con su propia espada. Pese a que los samuráis descubren que las espadas de Motome son falsas y de bambú, arrinconan a Motome hasta que, entre sollozos y ya colocado frente al señor feudal en la posición ritual, sujeta firmemente su espada de bambú para tratar de clavársela en el abdomen.

La escena del sucidio de Motome es difícilmente olvidable. Por mucho que hayan pasado más de 50 años de su elaboración, sigue resultando desgarradora y cuesta mantener la mirada  mientras Motome impulsa con fuerza la espada de bambú hasta su vientre. Aunque la simple idea resulta desagradable, la necesidad de mantener la reputación del clan y de disuadir a futuros rônin que lleguen a la casa con la misma idea que Motome, que finalmente revela que necesita dinero para que un médico atienda a su mujer y su hijo, determina al señor del clan a cobrarse la vida del joven. Harakiri es un alegato contra la irracionalidad del poder establecido, contra los sistemas políticos que privan de la libertad de pensamiento, contra el militarismo. Pese a la crueldad del relato, Hanshirô no se amedrenta y decide seguir adelante.

Fotograma

A partir de aquí la película mantiene la tensión a través de los flashbacks de Hanshirô, que pide poder explicar su historia antes de poner fin a su vida. Poco a poco iremos conociendo más datos de su vida, que poco a poco nos ayudarán a componer el puzle y la resolución final. Pese a ser una historia trágica, con numerosas escenas que podrían helar a cualquiera, Kobayashi rueda con una belleza que alivia ligeramente el sentimiento de opresión que amenaza con atenazar al espectador desde el principio. Cada nuevo retazo de la historia es un paso más para cuestionarse la idoneidad de seguir las tradiciones sin replantearse su verdadera utilidad.

Todo desemboca en una trepidante escena final, resuelta con maestría, en la que comprobaremos cómo para el clan tiene más importancia una armadura antigua que la vida de un hombre. Suceda lo que suceda, todo podrá ser tapado porque el poderoso puede retorcer la historia como mejor le convenga. Como la vida misma.