Hazlo por Schopenhauer (I): lo voy a decir porque nadie lo sabe

Los dramaturgos no somos nadie. Somos tan poca cosa, que el día menos pensado nos esfumaremos como el humo que salía de la boca de melocotón de Sara Montiel, mientras cantaba eso de «fumando espero al hombre que yo quiero».

Es un hecho claro y transparente que a nadie, a nadie, le importa un comino la literatura, y más en este país. Intenten ustedes un pequeño y divertido experimento. Cuando vayan a una fiesta, evento o encuentro en el que no conozcan a la gente, y les pregunte alguien: «¿A qué te dedicas?», díganles: «Soy escritor/a». Ya verán la cara que ponen y lo pronto que cambian de conversación. No es improbable que se cree un silencio absoluto en la sala, de esos que se pueden cortar con un hacha.

Siendo escritor aún te queda la esperanza de que cuando la diñes, alguien, un buen samaritano que además tenga intuición y sensibilidad se tropiece con alguno de tus escritos y diga: «Coño, esto es bueno». Y que lo publique, y que la gente conozca tu obra. Porque, al fin y al cabo, para eso escribimos los escritores, para la humanidad. Pero siendo dramaturgo, la cosa cambia. Porque, al ser escritor, puedes quedarte en tu casa, escribiendo y esperando la muerte o la gloria. Pero los dramaturgos finalizamos nuestra obra en el teatro, en comunidad.

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«Cuando me pongo ante mi escritorio, no me siento más a gusto que uno que cae en pleno tráfico de la Place de l’Ópéra y se rompe las dos piernas.» Franz Kafka

Como dramaturgo[1], no sólo eres un don nadie, sino que en ocasiones eres persona non grata dentro de tu propio gremio. ¿Quién es ese ser anacrónico que escribe para el teatro, cuando el teatro ya se basta por sí mismo? Las compañías escriben sus propios textos; los actores, las actrices visitan talleres de dramaturgia; la palabra está mal vista. El teatro en manos de los empresarios; el teatro en manos de los gestores culturales; el teatro en manos de… ¿Dónde están los dramaturgos? ¿Dónde estamos? En los teatros seguro que no. Sin contactos, sin compañía propia, es prácticamente imposible estrenar. El mundo del teatro en este país es algo sumamente hermético, está más encerrado en sí mismo que un gazapo muerto de frío. Y, por si fuera poco, nadie, nadie, lee los textos que le llegan. Ni las productoras, ni los teatros, ni los actores, ¡ni Cristo!

Otro tema: las residencias de creación. Para aquellos que no estén familiarizados con el tema, las residencias son esos lugares en los que se va a crear. Engloban a todas las disciplinas artísticas y hay de muchos tipos, privados, públicos, de pago, gratuitos, remunerados – siendo estos los menos -. Pues, bien, prácticamente no existen residencias de creación para dramaturgos. Lo que me parece no sólo una pena, sino algo imprescindible, sobre todo en un país como España, en el que los escritores tienen que superar el mayor obstáculo de todos – más que el de la indiferencia, el desprecio y el ninguneo -, el de escribir rodeado de los constantes e ininterrumpidos ruidos que generan las obras de construcción, las reformas y las chapuzas. Que los escritores tengan un espacio, donde poder escribir con tranquilidad, paz y ¡sin ruido!, debería ser un derecho constitucional.

Pero el colmo llega cuando viene el chupatintas de turno y te dice lo que tienes que hacer. Como, por ejemplo, en qué idioma tienes que escribir, o lo que tienes que escribir. Ah, y quién puede escribirlo.

De eso hablaré en la próxima entrega.

Abur.


[1] Y con ello me refiero a los dramaturgos, y a las dramaturgas, especialmente.

2 comentarios en «Hazlo por Schopenhauer (I): lo voy a decir porque nadie lo sabe»

  1. Ahí, ahí. !A machete! !Pero cómo me pongo cuando me dicen las cosas en carne viva, sin puñeteras medias tintas! !Ole, ole y ole! Necesito más dosis de estas, !pero ya!

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