Hazlo por Schopenhauer (XVI): silenzio!!!

Se ha producido un cambio. Desconozco cuándo exactamente ni a qué ha sido debido, pero se ha instaurado una manera distinta de aproximarse a la cultura. Quizá todo empezase con los viajes culturales: vacaciones que constan en visitar la vieja Europa y exprimirla súper rápido. Museos, monumentos, iglesias son transitados por una multitud de zombis que, sin saberlo, transforman las ciudades que pisan en un parque temático. Ellos mismos bajan del avión y, de golpe y porrazo, mutan en turistas, dedicándole tiempo a lo que nunca jamás dedican en su propio municipio: el arte y la cultura. Si van a Londres, hay que ir al British Museum; si visitan París, al Orsay; en Roma tocan los Museos Vaticanos. Este caso es realmente ejemplar: una cola de hora y media para entrar, y un peregrinaje de tres horas hasta llegar a la sala estrella: la Capilla Sixtina. Allí te encuentras con una habitación repleta de mamíferos exhaustos que miran alrededor, como si se hubiesen perdido. Un guardia de seguridad repite una y otra vez: «Silenzio«, pero todo el mundo pasa de él. Dentro de la capilla se escucha un rumor permanente, como gansos, que no dejan de quejarse de lo cansados que están y del hambre que tienen; que no piensan en otra cosa que en remojar sus pies en la próxima fontana. Y, digo yo, ¿quién se lo prohíbe? O lo que es lo mismo, ¿qué hacen ahí? ¿Por qué no se largan? ¿Por qué demonios han entrado, si en realidad no les interesa nada en absoluto? ¿O es que se creen que están en la cola del cine, en lugar de dentro?

Creo que éste fue el principio de todo. Y lo que ha venido después es tan sólo una consecuencia más de la sociedad del consumo que, lejos de contentarse con objetos útiles, ansía también devorar los inútiles[1], es decir, el arte. Hasta el punto de confundir aprehender el arte con consumirlo, es decir, comerlo y cagarlo.

Este fenómeno se ha generalizado en España. Se ha perdido totalmente el respeto hacia la cultura y, por ende, hacia las personas que están compartiendo al mismo tiempo la experiencia. Sucede por doquier: en los cines, en los conciertos, incluso en los teatros; siempre hay alguien -cada vez son más- que se dedican a hablar, a hacer fotos, a mirar una y otra vez la prolongación de sus penes, o sea, sus móviles. Algunos son tan gilipollas que pasan del espectáculo para colgar lo que están viendo en la red. ¿Acaso no pueden esperar hasta el final? ¿O es que sólo han venido para poder decirle a sus amigotes que han estado allí, para fardar?

Resulta curioso pero, mientras aquellos que pretenden adentrarse en la experiencia estética no lo consiguen por culpa de estos mentecatos, éstos últimos parecen aislados al resto, disfrutando de sus conversaciones acerca de la lista de la compra.

Si la naturaleza me hubiese dotado de una complexión más robusta, me liaría a hostias con todos ellos. Por el momento, me limito a recomendar que se apaguen los móviles durante los espectáculos, así como en los museos, y, sobre todo, la distribución de bozales.

Abur. 


[1] El arte no sirve para nada, no tiene ninguna utilidad, no podemos acercarnos a él con ningún tipo de interés, por lo tanto, es algo inútil.