Hazlo por Schopenhauer (XII): un loco me dijo ayer…

Iba yo ayer caminando tan ricamente por la calle, cuando se me acerca un loco con claras intenciones de entablar diálogo. Como no tenía otra cosa que hacer, me quedé ahí plantada, a su lado, muy atenta a lo que el loco tenía intención de comunicarme. Hice lo imposible por fijar la mirada en sus ojos, aunque la curiosidad me arrastraba a sus calzones, que parecían salidos de un barrizal. Enseguida supe que era un loco, no por los calzones, ni porque me parase en mitad de la calle, haciendo aspavientos y gorgoritos, sino porque, al igual que los mala sombra, los locos tienen algo estampado en la cara que los delata.

Se me arrima y dice: «No puede usted… (El tipo estaba loco, pero fue muy respetuoso, en ningún momento me tuteó) …hacerse una idea de lo que echo de menos aquellos tiempos en que el público arrojaba hortalizas al escenario, cuando la obra así lo merecía. (Debió leerme el pensamiento, porque a continuación dijo) Eso de que detrás de cada representación hay un trabajo, un esfuerzo, pues precisamente por eso, «desgraciado: ¿pa qué te esfuerzas tanto en hacer una miieeeeeeerda?». Con más razón habría que tirarles a esos unas cuantas lechugas, tomates y calabacines. De los duros. (Hizo una pequeña pausa escénica.) Y habría que subir también al escenario a los autores y a los directores para que recibieran lo suyo. ¡Y a los programadores! que, al fin y al cabo, son ellos los que tienen la última palabra. (Mete la mano en los calzones y saca una hermosa escarola.) Hay que decir «¡basta!».

De pronto, se puso muy triste y empezó a gimotear, como si una pena profunda le hubiese abierto el pecho en canal. «Antaño los dramaturgos eran filósofos… Antes las comedias tronchaban de la risa…».

Me vi venir que el loco estaba a punto de derrumbarse. Sentí compasión por él y le dije:

«¿De qué sirven las hortalizas? Lo que hace falta son unas cuantas piedras y liarse a pedrada limpia. ¿Acaso no están ellos asesinando al público, matando su precioso tiempo, malgastando la vida ajena con medianías? ¿Dónde están sus escrúpulos, cuando estafan el tiempo a unos seres que van a morir? ¡¡Vendetta!!«

De repente, el loco me dio un codazo que me devolvió al mundo real y anuló, al mismo tiempo, mi euforia. Un policía rondaba por allí. El loco ladeó la cabeza y me dio a entender que lo mejor sería largarse. Agarró mi mano con ambas manos y la estrechó. Se alejaba con sus calzones goteando barro, como un Quijote, incapaz de hacer daño a una mosca. Se detuvo un momento. Sin llegar a girarse, noté su mirada fija en mis ojos. Y soltó una carcajada.

Abur.

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