La era del consumo (I): los primeros pasos de la democracia liberal

En la actualidad, la democracia (liberal) se alza en occidente como el sistema gubernamental por excelencia, como el mejor, el más justo, el más plural, el más político. No siempre fue así. De hecho, esta idea empezó a asentarse lentamente a lo largo del siglo XX.

«Aunque parezca paradójico, han sido necesarios dos milenios y medio para que la inteligencia asuma y se doblegue ante la democracia»[1].

Desde la filosofía, durante mucho tiempo la democracia, esto es, el gobierno del pueblo, estuvo mal considerada por tratarse del gobierno de los plebeyos, o sea, los pobres, los incapaces, de los miserables.

«El rechazo a la democracia se embellecía como rechazo del populacho, del vulgo, de la canalla, de una clase que tenía derecho a vivir y a ser tutelada, pero no a gobernar, por carecer de los conocimientos, virtudes y motivaciones necesarias para la política»[2].

¿Qué ocurrió, pues, para que este giro político hacia la democracia se produjera? Por un lado, la irrupción del capitalismo desgastó las férreas estructuras feudales y acabó imponiéndose como el sistema económico más deseable, acompañado de una nueva corriente de pensamiento: el liberalismo. Por otro lado, del siglo XVIII en adelante, empezó a crearse una conciencia acerca de las condiciones abominables de la clase trabajadora, ya fueran campesinos u obreros. La revolución industrial trajo consigo una nueva forma de esclavitud en la que, cínicamente, se apelaba a la libertad del obrero por decidir. Una idea que todavía recorre, como indiscutible, el pensamiento de nuestra sociedad. A la toma de conciencia le siguió la acción: la revolución francesa, las revoluciones del XIX, la rusa, la guerra civil española. 150 años de lucha por la democracia[3]. Siglo y medio de lucha, de sangre. También de organización: sindicatos, prensa, asambleas, etc.

Los tiempos estaban cambiando. Para los estamentos privilegiados, la democracia había pasado de ser una mera posibilidad abstracta a algo que, si no se tomaban las medidas oportunas, se les echaría encima. De modo que había que regularla, limitarla, coartarla.

Barón d’Holbach (1723 – 1789): «El peso de la voz de los ciudadanos en las Asambleas Nacionales debe ser proporcional a sus posesiones»[4].

Nicolas de Condorcet (1743 – 1794): «Entre las exclusiones al derecho de ciudadanía hay unas que pueden considerarse naturales: por ejemplo, la exclusión de los mineros, de los monjes, de los domésticos, de los condenados por crímenes, de cuantos sean sospechosos de no poseer una voluntad esclarecida, o una voluntad propia, y de aquellos de los que legítimamente se puede suponer de voluntad corrupta»[5].

James_MillJames Mill (1773 – 1836) en su artículo Del Gobierno, «derrochó ingenio en la investigación de si un derecho de sufragio más reducido brindaría la misma seguridad en interés de todos los ciudadanos que el sufragio universal y adujo que sería prudente excluir a las mujeres, a los hombres de menos de 40 años y al tercio más pobre de los hombres mayores de 40 años. El razonamiento es casi increíblemente burdo. Su principio general era que “se puede excluir sin inconvenientes a todos los individuos cuyos intereses están indiscutiblemente en los de otros individuos”»[6].

El miedo que sentían los estratos acomodados por las clases populares desembocó en que la democracia (representativa y liberal) se revelase como un remedio ante la posibilidad de un tipo de gobierno (radical) de izquierdas.

– Oh, my God, if not, we could loose our heads!

– Our money!

– Our properties!

john-stuart-mill-9408210-1-402John Stuart Mill (1806 – 1873), «amigo y admirador de Tocqueville [(1805 – 1859)], en su Economía Política ya alertaba sobre el carácter irreversible de los cambios sociales: “De los trabajadores, al menos en los países más avanzados de Europa, cabe decir con toda seguridad que no se volverán a someter al sistema patriarcal o paternalista de gobierno. La cuestión quedó dilucidada cuando se les enseñó a leer y se les permitió tener acceso a los periódicos y los panfletos políticos; cuando se permitió que les llegaran los predicadores disidentes con su mensaje de que empleasen sus facultades y opiniones en oposición a las doctrinas que profesaban y mantenían sus superiores; cuando se les reunió en grandes números para que trabajasen bajo el mismo techo; cuando los ferrocarriles les permitieron ir de un sitio a otro, y cambiar de patronos y empleadores como se cambia de camisa; cuando se les alentó a pedir una participación en el gobierno, mediante el sufragio electoral. Las clases trabajadoras han tomado sus intereses en sus propias manos y están demostrando constantemente que, a su juicio, los intereses de sus empleadores no son idénticos a los suyos, sino opuestos a ellos” […] . Un comentario de Tocqueville a la posición de Mill ilustra la diferencia entre democracia y gobierno representativo: “Esté usted seguro, querido Mill, de haber abordado con ello la gran cuestión; por lo menos, tal es mi firme creencia. Para los amigos de la democracia se trata menos de encontrar los medios de hacer gobernar al pueblo, que de hacer que el pueblo escoja a los más capaces de gobernar y de darle un imperio sobre estos últimos lo bastante grande para poder dirigir el conjunto de su conducta y no el detalle de los actos ni los medios de ejecución”»[7].

En efecto, no resulta tarea fácil dominar a la masa. Sobre todo, cuando muchos de los individuos pertenecientes a esa masa estaban ya tomando conciencia de (su) clase. ¿Qué hacer? Si bien al principio rodaron cabezas (de alta cuna), a cada una de las revoluciones les seguía un periodo reaccionario. Los tiempos eran convulsos, pero algo era cierto: tal y como expone el personaje de Tancredi a su tío Fabrizio en el filme de Luchino Visconti El gatopardo: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi»[8].

Y el camino consistía, no en una democracia de base, en la que el pueblo participase de forma directa, sino en una estructura que permitiese mantener alejada a la masa del poder, aunque concediéndole una participación escasa: la democracia (liberal) representativa.

Por otro lado, el puntal básico -y mínimo- de la democracia actual, el sufragio universal, no se dio de la noche a la mañana. Fue un camino arduo que se produjo de manera gradual y desigual -las mujeres y las etnias oprimidas fueron en cada país las últimas en obtener el derecho al sufragio-. Por ejemplo, en Austria se consigue el sufragio femenino en 1918. Francia, lo alcanza en 1944. Australia fue el primer país del mundo que concedió el sufragio a las mujeres (1861), eso sí, con restricciones. Ahora bien, el sufragio universal no se introdujo hasta 1962, fecha en la que se permitió votar a los aborígenes. En 1964 se deroga el uso de las tasas por el voto en las elecciones federales de Estados Unidos, las cuales discriminaban a la población afroamericana. Es decir, la cosa tardó bastante.

A lo largo de tres siglos, las clases privilegiadas fueron aflojando la cuerda que mantenía firme sus privilegios y atados a los trabajadores. Cedieron poco a poco, aunque siempre encauzando la política hacia un sendero que los favoreciese.

Con la entrada del sistema democrático representativo parlamentario se había establecido un giro de 180º. Se había pasado de dominar al pueblo a través de negarles rotundamente el gobierno a dominarlos haciéndoles pensar que en realidad lo poseían.

Y lo más importante: este traspaso de poderes en occidente se realizó en el momento preciso: el pueblo ya no estaba sometido a las condiciones infrahumanas de trabajo de antaño, sino que empezaba a despuntar una mejora tanto laboral como económica en su vida cotidiana. Estaba mutando de mano de obra a consumidores.

El proletariado, ahora ciudadano, antes siervo, devino en el siglo XX a la postre,  consumidor.

siervo →  proletario →  consumidor

Y de ahí al aburguesamiento sólo había un paso.

Entonces fue cuando la élite destensó la cuerda que agarraba. Justo en el momento en que la clase obrera/trabajadora/media empezó a tener algo que perder.

«El concepto de democracia liberal no resultó posible hasta que los teóricos -al principio unos cuantos, y después la mayoría de teóricos liberales- encontraron motivos para creer en que la norma de “un hombre, un voto” no sería peligrosa para la propiedad, ni para el mantenimiento de sociedades divididas en clases»[9].

El poder político y el económico se unían de nuevo. El marketing era la nueva herramienta de poder. Con ella no sólo se dominaría a las masas, sino, lo más importante, se las docilizaría.

Fin de la primera parte

 


[1] Bermudo, J.M: Filosofía y democracia. I. El rechazo de la pobreza. En https://minerva.usc.es/xmlui/bitstream/handle/10347/5491/pg_163-206_telos9-2.pdf?sequence=1&isAllowed=y

[2] Ibídem.

[3] «Democracia» entendida en su sentido más amplio: como gobierno del pueblo, democracia de base, comunismo, anarquismo, socialismo, etc.

[4] Citado en Bermudo, J.M: Filosofía y democracia. I. El rechazo de la pobreza.

[5] Citado en Bermudo, J.M: Filosofía y democracia. I. El rechazo de la pobreza.

[6] Macpherson, C.B: La democracia liberal y su época, Alianza Editorial, Madrid 2003, página 54.

[7] Citado en Bermudo, J.M: Filosofía y democracia. I. El rechazo de la pobreza.

[8] Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie.

[9] Macpherson, C.B: La democracia liberal y su época, Alianza Editorial, Madrid 2003, página 22.

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