La huida

– ¡Eh! ¡Oiga! Son mil setecientas veinticinco pesetas. Me pidió “extra”, ¿verdad?

– ¿Cómo? Ah, sí, sí. “Extra”. ¿Cuánto ha dicho que le debo?

– Mil setecientas veinticinco pesetas.

– Gracias… Tome. Quédese con la vuelta.

– Buen viaje, señor. ¿Va muy lejos?

– Mucho. ¿Por qué pregunta?

Salió a la autopista por el bucle, con un chirrido de las ruedas y apretó el acelerador. En el asiento de al lado, una bolsa de viaje “Yumas”, de color butano y marrón con asas y dos bolsillos cerrados con cremallera en los extremos, contenía alguna ropa, la documentación, un pequeño neceser de aseo personal y dinero.

A lo lejos divisó un camión. Hundió el pie en el gas hasta acercarse. Cuando lo rebasó, mantuvo el pedal a fondo y el coche silbó por aquella cinta asfáltica que le iría alejando de Barcelona a través de bosques, landas, de pueblos de ciudades, de países, en una carrera de días y noches, de sol y lluvia, corriendo siempre hacia delante en una interminable huída.

Había empezado la carrera hacia su libertad total. Con los ojos muy abiertos fijos en la autopista, con las manos agarrotadas sobre el volante, los dientes apretados y la respiración acelerada, todo su cuerpo relativamente joven, estaba endurecido, los músculos tensos como prestos a una pelea a vida o muerte y un sentimiento íntimo de fuga, le catapultaba hacia la huída cada vez con más fuerza.

Ya no volveré a trabajar más– pensó -. Ya no volveré a ser el empresario que explota a sus trabajadores y al que le amenazan de muerte llamándole por teléfono a las cuatro de la mañana; tampoco seré el contribuyente honrado que paga religiosamente al Estado y que declara hasta el último céntimo a Hacienda; no volveré a firmar más letras ni recibos, no pediré más préstamos, ni atenderé las hipotecas trimestrales. Desapareceré de mi país, haciéndoles un corte de mangas a las computadoras que me tienen memorizado como si fuera un objeto, un delincuente. Ya no renovaré mi D.N.I, ni mi pasaporte, ni mi carné de conducir, ni el carné del RAC, ni ampliaré con más hijos mi Libro de Familia, ni me caducarán las pólizas de seguros que ponen precio a mi vida, ni me atosigarán las tarjetas de crédito, ni haré declaraciones de renta cada primavera, ni cambiaré de coche porque a mi mujer se le antoje, ni acudiré a fiestas estúpidas ni brindaré por el año nuevo, entre confetti, serpentinas, trompetas, gorros plateados, escotes y champán, con borrachos de smoking y ninfómanas de seda, bailando al ritmo angustioso de una samba destrozada por la orquestina, envuelto en gritos eróticos, eructos de langosta congelada; no volveré a desear a nadie ¡Feliz Año Nuevo!, porque me parece un absurdo olvidarse de la realidad y desear felicidad en un año de crisis, de terrorismo, de paro, con amenaza de una guerra mundial con armas nucleares. ¿Qué año nuevo le espera a un pobre, a un enfermo, a un viejo…? No volveré a retratarme en medio del jolgorio de la cena, con un collar de papel coloreado alrededor de mi cuello como si fuera “Miss Hawai”, tomando una copa con la vecina de mesa, que no conozco de nada, ni discutiré la calidad del pastel de crema ni acudiré jamás a ninguna de estas celebraciones sociales hechas para engañarnos más aún y provocarnos resaca, dolor de cabeza y malestar. ¡Menuda forma de empezar el año, diablo!

Nadie me explotará, nadie se beneficiará de mí, nadie podrá criticarme y nadie me abrazará para asestarme luego una puñalada trapera envuelta en una sonrisa Profidén.

Ya no volveré a angustiarme con la noticias del terrorismo cotidiano y olvidaré esos fatídicos casquillos 9 milímetros “Parabellum”. FN y la violencia institucional; no volveré a votar ni escucharé a nuestros nuevos políticos en la Televisión, convertidos en soberbios actores, lavándoles el cerebro a los ingenuos ciudadanos de este país, ni tendré que relacionarme con la gente que no me gusta y a la que sólo me une la casualidad o el interés; no caeré en las garras del consumismo galopante y yo estaré muy lejos de todo, tan lejos como si no existiera, como si nunca hubiera nacido, como si yo, casado, de 45 años, cinco hijos, empresario, nacido bajo el signo de Aries, no fuera nada, como si empezara a vivir sin vivir.

No me estremeceré comprobando la pantomima del “Año Internacional del Niño”, cuando miles de chicos inocentes mueren en el mundo, ni me escalofriaré con las sobrecogedoras fotografías de los niños camboyanos.

El coche corría como un caballo desbocado adelantando camiones TIR y turismos. España había quedado atrás. Las gasolineras francesas, se adornaban con ristras de gallardetes multicolores, recomendando lubricantes de todas las marcas. Aquella era una ruta conocida por él. Los moteles de las cercanías de Lyon con sus camas vibratorias, la exquisita cocina francesa, la ruta de los castillos de Loira, la romanizada Nimes. Primero con sus amigas en apretados “puentes” y fines de semanas, entregado al placer; luego con su esposa en su largo viaje de bodas; después en viajes de negocios o de puro esparcimiento para asistir al espectáculo sin par de las corridas de todos en Arles y Nimes; por Pascua, exaltación lúdica en el milenario marco de sus Arènes o acudiendo a las romerías gitanas de Santa Margarita en la Camargue, como Henry de Montherland; ahora, por fin, solo y libre.

La noche había extendido su manto y el cielo estaba cuajado de estrellas como las bombillas de un enorme barracón de feria en España. La luz halógena del automóvil, abría una brecha lechosa en la autopista y los insectos se estrellaban contra el parabrisas. Las rayas blancas, las señales convencionales de tráfico por carretera, las indicaciones de las próximas salidas, la distancia hasta la próxima ciudad, salpicaban su retina y resbalaban como gotas de lluvia, poseso como iba por devorar kilómetros, siempre alejándose, siempre corriendo sin una meta, sin un destino fijado de antemano.

Los músculos se relajaron. Una íntima placidez la invadió y aflojó la carrera, arrimándose al arcén. Cerró el contacto y dejó que la inercia llevase al automóvil unos metros más adelante.

Salió al exterior. Una agradable brisa le acarició el rostro. No lejos de allí, una cigarra, rompía el silencio de la noche con su monocorde canto. Respiró con fuerza y se estiró. ¿Dónde estaría? Atravesó el guardarraíl y se adelantó hacia los primeros matorrales; orinó largamente. La evacuación, burbujeante como una cerveza, empapó la tierra fresca y se perdió tras un breve deslizamiento junto a un hormiguero.

Por fin he podido mearme en todo. Aquí se quedan, en la oscuridad, todas las obligaciones, responsabilidades, compromisos, deberes, deudas, ambiciones y opresiones que se han ido apoderando de mí, robándome mi libertad para entregarla en mil pedazos a los demás.

Se frotó el rostro varias veces y luego echó una carrera por el arcén para desentumecer los músculos de las piernas. Aún le quedaban restos de su buena forma física conseguida con la gimnasia y el footing matinal durante muchos años, hasta que tuvo que dejarlo por exigencia de su negocio.

Miró al cielo, cuajado de estrellas titilantes en una noche clara, infinita. Aquella bóveda oscura, inalcanzable, le atraía desde niño, cuando quiso ser cometa y vagar por el espacio.

Soltó una carcajada repetida, casi histérica.

– ¡¿Hay alguien por ahí arriba?! ¡Contestad! ¡¿Hay alguien?! ¡Responded! ¡Ja, ja, ja, ja, ja…! Y aquí, en la tierra, ¿hay alguien…? ¡No hay nadie, ¿verdad?! ¡Estoy yo solo, yo solo, ja, ja, ja, ja…!

Acabó de reír en el coche. Había reído con la misma vehemencia, con el mismo vitalismo que reía a los quince años por cualquier cosa o por cualquier chiste obsceno, hasta saltársele las lágrimas. La risa se iba atenuando, pero repetía otra vez, como recordando el chiste tan ocurrente de su buen amigo Tomás, durante el recreo del Instituto, antes del partido de fútbol.

El automóvil continuó corriendo en las horas siguientes. Empezaba a amanecer y la paz de la noche se vio rota por camiones con trailer, turismos y bandas de motoristas con los faros encendidos que circulaban a velocidades de vértigo por el carril de la izquierda en perfecta formación, embutidos en traje de cuero y cascos protectores.

Se acabó ser un marido aburrido y cansado de la monotonía de la vida conyugal, obligado a figurar en sociedad, a asistir a fiestas y espectáculos que no te interesan, a hacer el amor dos veces por semana, sin imaginación ni ilusión, pensando en otras cosas y sin entregarte, escuchando siempre las mismas frases, los mismos suspiros y los mismos ronquidos; nunca más volveré a pelearme con mi esposa por haber conocido a otra mujer más inteligente y compararla insensiblemente con ella; nunca más le entregaré dinero para que lo derroche en la peluquería, en el peletero, en el instituto de belleza, en las meriendas con las amigas, en el bingo, en las recepciones sociales ni en las fiestas benéficas que le importan un bledo porque sólo desea figurar y salir en los periódicos al lado de la señora del gobernador, clavando una banderita de la Cruz Roja, en la solapa de un famoso.

Ya no seré padre de familia numerosa, con todos los hijos contra mí. El mayor discutiendo de política y la pequeña llorando por las noches para que yo no descanse y acuda a la fábrica, con los nervios destrozados, a enfrentarme con el comité de empresa. No basta que les compre regalos, que disfrace a tres de mis empleados de Reyes Magos para que venga a mi casa el día de Reyes a traerles los juguetes, ante la sorpresa y la envidia de mis familiares y vecinos, que les compre balones de fútbol, excalestrics, skateboards, muñecas, que les lleve a los mejores colegios, que pasen las vacaciones de Navidad en la nieve, las de verano en el extranjero, que tengan todos su dinero en el banco para el día de mañana. No sufriré la afrenta de ser repudiado por ellos, o de ver a una de mis hijas preñada por un pasota flipado después de un recital de Sleepe La Beef o pagarle una carrera a mi hijo mayor para que acabe jugando al rugby y gastándose mi dinero con mujeres de mil duros y la cama.

No quiero ser cabeza de familia ni responsable de la conducta de nadie, porque mi lucha por educarles, por darles comodidades y placeres es una lucha inútil para mí, que me va agotando lentamente, deteriorando mi salud y recortando mi libertad, mientras ellos cada vez me exigen más: Papá, quiero una moto de trial. Papá, me marcho con Piluca una semana a Suiza». Papá, tengo que hacerle un regalo a mi profesora; sólo son cinco mil pesetas. Papá, quiero un equipo de escafandrismo. Papá, se me ha acabado el dinero de la semana. Papá, no me comprendes. Papá, siento decírtelo, pero eres un anticuado. Papá, ¿pero qué dices, si soy una chica liberada?. Papá, esta noche no duermo en casa y no me preguntes como siempre con quién paso la noche. Ya soy un hombre o es que tú no lo hacías de joven. ¡Me río yo de los padres, siempre dando buenos consejos y habéis sido todos unos puteros! ”. Papá, yo me emporro para ser libre.

No quiero asistir a la boda de mi hija preferida con un ganapán que, encima, tendré que colocar en mi oficina, en un puesto de responsabilidad para el que no está preparado ni le gusta, porque hay que cubrir las apariencias.

Yo no puedo dividir mi atención en tantas personas sobre las que tengo que ejercer una autoridad que nadie cumple porque cada uno vive a su aire sin problemas económicos, porque ahí está su padre para pagarles todos sus caprichos.

Tampoco quiero ser hijo ni escuchar los consejos de mi anciana madre cuando me recomienda que no me resfríe: Abrígate, hijo, que el tiempo va a cambiar. No trabajes tanto y deja muchas cosas para dedicarte más a la familia, como un buen marido y un buen padre. Tu padre, que en gloria esté, fue un marido ejemplar, que sólo vivió pendiente de su familia y me hizo muy feliz. Hijo mío, ¿te cuidas mucho…? Yo sólo quiero que seas feliz como cuando eras niño y pasábamos los veranos en S’Aragó, ¿lo recuerdas? ¿Recuerdas cuando íbamos a misa de doce a los Jesuitas de la calle Caspe y luego comprábamos un pastel en Llibre y Serra? Te veo preocupado últimamente. ¿Tienes problemas en el trabajo? Está todo muy revuelto pero las cosas se arreglarán, porque tu eres bueno y nadie quiere hacerte daño. Además, tienes una familia muy respetable que siempre estará a tu lado ayudándote”.

No quiero volver a verte, Sara, porque me hiciste soñar despierto y cuando todo parecía posible, tuve que enfrentarme con mi realidad: mi familia, mi trabajo, mi vida. Nos conocimos tarde, Sara. Demasiado tarde. Muy tarde. Así es la vida. La mujer soñada siempre aparece cuando estamos casados. Y llega, además, para desestabilizarte, para engañarte haciéndote creer que, en una pirueta proustiana puedes recuperar el tiempo perdido. Y te escapas de tu casa, te refugias en un restaurante de las afueras, discreto y apartado, bailas en la penumbra de una boite y la besas apasionadamente, la estrechas con tus brazos para que no se escape, le hablas con la voz quebrada por la emoción. Y vuelven a mis labios las palabras apasionadas de la juventud perdida, sabiendo que, ahora, todo habrá que hacerlo aprisa, sin perder tiempo, porque mi futuro es la vejez, eso que la Administración, piadosa, llama la tercera edad. Y me aferro a Sara casi loco, como el náufrago a un madero, porque me ha devuelto la capacidad de amar y sentir, me ha quitado veinte años de encima y he comprendido que todavía no estoy muerto, que mis sentidos, mi vitalismo, mi imaginación, estaban adormecidos por la rutina de lo cotidiano. Llego a creer que puedo liberarme de mi familia, de mi trabajo, de mis obligaciones y que puedo correr con Sara por la orilla de la playa, descalzos, con los tejanos remangados y reír libremente sin temor a que nadie nos vea, como si fuésemos los únicos habitantes del planeta.

¡Vano sueño, Sara! ¡Qué dura realidad la de regresar a mi casa, sorbiendo el sabor de tu boca, conservando en mis ropas tu perfume sensual, sintiéndote abrazada a mí y romper el encanto de la aventura la voz de mi mujer desde la cama: ¿Eres tú? ¿Qué hora es? Te has perdido una buena película en la tele esta noche.

Tampoco quiero ser cuñado, ni yerno, parentescos estúpidos que te unen a personas que no conoces de nada, quizá con otra cultura, otra ideología, otra condición social, que casi siempre son inoportunos y con los que nunca te sientes cómodo, sino que los arrastras porque ya son familia sin serlo, y la cortesía y la sociedad te obliga a representar una perenne comedia.

Quiero, en fin, ser libre y ser como soy y no como quieren que sea, sin que nadie me encasille, sin que nadie me haga sonreír por compromiso, no quiero ser actor en la comedia de la vida y deseo liberarme de todo, porque me siento oprimido, explotado, dirigido, vituperado, con la única misión de ganar dinero para mi familia y mis trabajadores y, si en algún momento doblo la rodilla, mi esposa, desde el maquillaje, los postizos, el cruzado mágico y la faja Turbo, me reclama dinero para sus gastos. Lo mismo hacen mis hijos. Lo mismo los trabajadores, con huelgas y llamadas amenazantes. Soy una máquina de hacer dinero y ¡no quiero ser una máquina!

¿Cómo encontrar un poco de sinceridad, una chispa de honradez en un mundo corrupto, un poco de amor desinteresado, un beso, cómo volver a creer en algo como cuando era niño…? ¿Cómo volver a reír como aquel día que don Anselmo se cayó por las escaleras abajo delante de nosotros, Tomás…? ¿Cómo recuperar la mirada transparente e ingenua y el corazón ardiente, y la imaginación desbordada y la ilusión infinita? ¿Cómo creer que la vida no tiene fin y que somos dueños de nosotros mismos…?.

El coche, otra vez con el depósito repostado corría alocado. Lausanne, Berna, Basel quedaron atrás en su carrera hacia la libertad y la independencia. Ni los prados verdes y recortados, ni los túneles que horadan los montes suizos, ni las cumbres de los Alpes, siempre nevadas, ni los chalets limpios y pulcros, interesaron al fugitivo.

Encendió el auto-radio “Blaupunkt”, sin bajar la mirada, absorto en la autopista que iba siendo devorada.

– Ici, Montecarlo.

La voz de Aznavour, ocupó los siguientes minutos.

La fatiga empezó a dominarle después de tantas horas de viaje monótono. Las piernas, especialmente la derecha, se le estaban entumeciendo y empezaba a dolerle la espalda y los glúteos. Las manos se le dormían y tuvo que abrir y cerrarlas varias veces con rabia, para volver a aferrarse al volante. Una sensación de angustia le invadió y un leve sudor humedeció su frente.

Debo detenerme a tomar algo; pero no, es mejor seguir viaje. Quizá cuando anochezca me detenga a dormir, porque ya estaré muy lejos de mi casa, en Alemania; pararé en un motel o en un albergue, lejos de cualquier ciudad y reanudaré el viaje muy temprano. No puedo perder tiempo. Tengo que alejarme mientras mis fuerzas me lo permitan. Tengo que correr mucho. Todavía estoy demasiado cerca. ¡Muy cerca!

Los neumáticos del Alfa Romeo se aplastaban contra el cemento y el ruido semejaba el corte de una naranja. La bada de rodadura estaba muy caliente. El motor rugía con el acelerador a tope, el aceite casi hervía y el viento azotaba la carrocería al estrellarse contra ella.

Dentro, seguía cantando Charlez Aznavour y el tránsfuga sudaba empapando la camisa caqui y los jeans Loys.

Cada vez falta menos. Tengo que seguir corriendo.

Dos camioneros iban aburridos. Habían salido de Frankfurt a las cinco de la madrugada, con destino Valencia. La cabina, con su dormitorio atrás, estaba decorada con cierto gusto. Cortinas, buen tapizado y un calendario con una mujer desnuda, insinuante, invitando a la evasión onírica. El chófer, arremangado, sostenía el enorme volante con una mano y con la otra fumaba una tagarnina pestilente. El otro, sentado junto a él, estaba adormecido.

– ¡¡Mira!!- gritó el chófer del camión.

La rueda había reventado con un leve chasquido y el neumático se convirtió en unos flecos como en la disección de un cadáver en una clase de Anatomía. El Alfa Romeo se inclinó con un ruido sordo, arañando el suelo con la llanta, mientras el cinturón de seguridad le oprimía brutalmente como un garrote vil. El coche hizo un trompo, dio varias vueltas de campana en medio de un ruido infernal y atravesó el seto con los cristales rotos; las puertas abiertas, el capó y el maletero reventados, dejando en sus volteretas pintura, embellecedores, tapacubos, astillas de madera de tablier, un par de guantes, un paquete de “Clínex”, hojas de un periódico que arrastró el viento, una bolsa deportiva y un zapato ensangrentado. Luego, se incendió en el centro de la autopista y un hongo de fuego y humo, empezó a elevarse.

– ¡No te detengas! ¡Es inútil! Si llegamos tarde, perderemos la prima de puntualidad y no podremos divertirnos.

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