Metamorfosis del proletariado: de la lucha de clases al desahucio

Libertarias carátulaDesde que el aterrado filósofo Soren Kierkegaard, padre del Existencialismo, proclamara la libertad del individuo como fundamento de su filosofía y, al hacerlo, concediese a la humanidad la quimera que durante tanto tiempo, milenios, me atrevería a decir, había anhelado, no se ha hecho otra cosa que intentar coartar tan precioso regalo.

Por ejemplo, durante aquellos días difíciles de la Segunda República aquí, en España, cuando el alzamiento o hundimiento, según cómo se mire. Una frágil libertad intentaba abrirse camino por estas tierras tan reacias a las izquierdas en política, quién sabe si por ignorancia o por el perenne caciquismo. Y, de hecho, casi lo consigue. Lo habría logrado, si se hubiera tratado de un combate cuerpo a cuerpo. Con puños y uñas. Libertarias (1996) del director catalán Vicente Aranda se adentra en esta etapa crucial de la historia española y nos habla de esa búsqueda desesperada de la libertad, encarnada en las mujeres anarquistas, quienes comprendieron que o participaban en la revolución o sus derechos serían olvidados. Así pues, exigieron una revolución propia, porque sabían que de no ser así, las cosas seguirían como siempre. Tal y como asevera Pilar (Ana Belén) en una asamblea al comienzo del filme:

“No entendemos por qué la revolución tiene que correr a cargo de la mitad de la población solamente. Somos anarquistas, somos libertarias, pero también somos mujeres y queremos hacer nuestra revolución. No queremos que nos la hagan ellos. […] Queremos poder pegar tiros para poder exigir nuestra parte a la hora del reparto.”

Teniendo en cuenta el contexto del filme, Vicente Aranda construye algo sumamente difícil: una comedia, amarga, pero comedia al fin y al cabo. Una película coral que consigue un fiel retrato de la atmósfera anarquista del momento con personajes tan variopintos como la monja María (Ariadna Gil), que debe abandonar su convento al estallar la insurrección, uniéndose por esas casualidades de la vida al grupo de mujeres anarquistas, y que pasa de repetir cual papagayo los versículos de la Biblia a hacer otro tanto con las palabras de Kropotkin; Floren (Victoria Abril), anarquista, espiritista y coja, era tejedora hasta que puso una librería en Barcelona; Charo (Loles León) la prostituta que cuelga los hábitos y se enfunda el fusil por y para la revolución; el excura (Miguel Bosé), personaje verídico e íntimo de Durruti, quien se aleja de la revolución, no se sabe si por firme convencimiento o por necesidad. Incluso el reloj, símbolo del alma libertaria del obrero (José Sancho), que sigue andando aún después que éste haya muerto en batalla. Es esta tela de araña de personajes tan diversos, en ocasiones incluso esperpénticos, la que otorga, irónicamente, veracidad al filme. Pura anarquía. Cada individuo es único y libre y, a pesar de ello, todos y cada uno se funden en un mismo propósito: la Revolución y la Libertad, esa idea tan estrechamente unida al anarquismo. Para las mujeres anarquistas del filme Revolución y Libertad implicaban también una justicia social. Los tres términos eran, de hecho, indisolubles entre sí.

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Mujeres trabajadoras en lucha

Al tratarse de una película que aborda las primeras semanas del conflicto, los personajes aparecen llenos de fuerza e ilusiones. Las milicianas tienen fe ciega en la victoria final. Sin embargo, la utopía empieza a alejarse de ellas poco después de estallar la revolución. Se prohíbe a las mujeres la participación en el campo de batalla y se las relega a la retaguardia. El final fatídico y atroz del filme representa asimismo el fin de toda esperanza libertaria para las mujeres. El comienzo de la derrota, en el que las ilusiones y las esperanzas de un mundo más libre y más justo no sólo se vieron truncadas durante los casi cuarenta años de dictadura franco-fascista, sino que fueron borradas del mapa, paulatinamente, después de ésta.

La clase trabajadora se metamorfoseó, creyéndose burguesía. Totalmente endeudada, pero con todo tipo de lujos y comodidades. Y perdió de este modo todo vestigio de conciencia social. El orgullo de pertenecer al proletariado se había disipado hasta tal punto, que ni siquiera aparecía en los libros de historia. Maite (Eva Isanta) y Amador (Pablo Chiapella), los “Cuquis” de la ya mítica serie de televisión La que se avecina, vivían felices en una de esas urbanizaciones de alto standing, hoy en día tan características del paisaje español como los toros de Osborne. Muy lejos les quedaba aquella España dispuesta a luchar con la propia vida por la libertad y la dignidad humana. Los “Cuquis” tenían todo lo que podían soñar, eso sí, previo contrato hipotecario, microcrédito o bien pidiéndole el dinero a algún amigo. Qué más daba, si podían decir a los vecinos “nosotros podemos [permitírnoslo].”

Libertarias. Los cuquis chatarreros
Los Cuquis: de la urbanización de alto standing a la indigencia

Amador y Maite, paradigma del quiero y no puedo tan típicamente español, desoyeron las advertencias que les espetaba a grito pelado la vecina de enfrente: “¡Muertos de hambre, acabaréis bajo un puente!” Y así fue. En la séptima temporada, tras haber sido desahuciados, con una deuda millonaria pendiente y con una mano delante y otra detrás, Amador y Maite recorren las calles en su furgoneta, insuflándole vida a ese oficio tan típico, tan ancestral, tan español, que creíamos desaparecido: la chatarrería.

Más pobres que el proletariado de comienzos del siglo XX, que aunque no tenía nada, tampoco debía nada.