Parálisis Permanente: «El Acto» (Tres Cipreses, 1982)

167 Parálisis Permanente Llevo treinta días sin luz / encerrado en este ataúd / tumbado soñando en mi celda / que es mentira / ¡es una pesadilla! / un recluso que me mira / me sonríe y me insinúa / es mi piel fría y morbosa / le seduce / ¡le fascina! / mentes depravadas /adictos de la lujuria / decadencia corporal / amantes de la obscenidad / otra mente retorcida / soñolienta de ojos húmedos / olor fétido y nauseabundo / me persiguen / ¡me atosigan! / ahora estoy ya sin sentido / metido hasta dentro del vicio / las pupilas ya se ocultan / ya no sufro / ¡no me agito!Apacible letra la de “Adictos a la lujuria”, que nos sitúa ya desde un primer momento en el ambiente bajo el que se va a desenvolver el esperado (y a la postre, único) larga duración de Parálisis Permanente.

El Acto (DRO, 1982) comienza, por tanto, sin sobresaltos: con una instantánea atroz de esos otros mundos presentes (y aún ajenos y distantes para el común de los mortales) en el nuestro, en que el sometimiento a los placeres más mundanos no está sujeto a ningún tipo de tabú, y el sexo se entremezcla con el dolor por mero disfrute.”[1] Sensaciones extrapoladas a un nuevo nivel de perversión, Ana cuenta como “la escribí pensando en cómo me sentía cuando iba en el metro y me miraban los tíos.”[2] Para dar mayor énfasis a este torbellino de sado frugal, tras los chuzos de la intro, se adentrará sin permiso la claustrofobia más hiriente, ¿o quería decir “excitante”? Ansiedad y tensión sin red, los latigazos casi carnales ejecutados por   Rafa Balmaseda, el nuevo bajista, trepanan como una planta carnívora buscando el punto G soterrado del oyente. Por su parte, la guitarra suena como un fogón metalizado, implacable, cercenando en seco mediante un riff corrosivo. Este corte también será el paradigma de la máxima de Eduardo: “Pretendo un sonido agrio y ácido, que provoque a su vez un clima tenso y que excite a la gente, que soliviante.”[3] Post-punk sin genoma funk, la primera parada de El Acto no puede ser más descriptiva del adictivo carrusel de sombras que nos acecharán en cada uno de los siguientes cortes.

Cambiando la lívido maliciosa de “Adictos a la lujuria” por el juego sexual casi ingenuo de “Vamos a jugar”, esta canción denota la esencia divertida que se escondía en el ADN de las canciones de Parálisis. Como unos New York Dolls cambiando la rutilante purpurina por el brillante negro azabache, Parálisis se precipitan en un huracán de glam-punk que no esconde la tremenda influencia neoyorkina que Eduardo tuvo en Los Escaparates. Un tren de cercanías en medio de la noche, “Vamos a jugar” es “extremadamente simple, pero increíblemente efectiva gracias al punteo de Eduardo (una sola nota insistente) y el triple toque de plato.”[4]

La inocencia inicial de un juego nuevo, excitante, la ola creciente de efervescencia  sexual acabarán por llegar al lado oscuro: “Ya está todo preparado, no puedes volverte atrás (No me gustan los tramposos, a mí me gusta jugar/ No me gustan los tramposos, no te voy a perdonar/ Siento mucho hacerte daño, pero deja de gritar/ Siento mucho hacerte daño, solo así aprenderás/ Vamos a jugar.”

Como si se tratará de la continuación de la película, “Te gustará” nos muestra la siguiente escena: “No me mires, no pienses mas/ No preguntes, no quiero hablar/ No te arrastres, te gustara/ Es mejor dejarte llevar.” Atracción sin frenos, la dominación mutará en placer al límite: “Es un roce/ Un gemido/ Convulsiones/ Y tus gritos.” Para esta ocasión la dentellada pasará del nerviosismo que movía el tema anterior – uno provocado por la incertidumbre provocada por la novedad – a un mordisco lento, vampírico, pudiendo saborear en cámara lenta cada imagen sexual que nos ofrece; la consumación del acto. Para alcanzar estos picos de  cadencia morbosa,  el magma eléctrico se transfigurará en un azote stoggiano, ralentizado,  estirándose en una distorsión densa que no esconde la fijación por los Cure de Seventeen Seconds y (Fiction, 1980) y Faith (Fiction, 1981). Inoculación en slow motion, pocas veces Parálisis habrán logrado que letra y música alcancen una fusión tan poderosa como en este corte.

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Eduardo en su salsa.

Respecto a estos dos cortes, también nos encontramos ante el reflejo más cristalino de la comunión musical-personal de Ana y Eduardo. Sin duda, la esencia de un cuadro donde realidad y deseo se funden en libérrimo arrebato con la sombra del Marqués de Sade.

Cambio de dirección, la atracción sexual se transforma en la idealización del amor que se esconde tras los versos de “Héroes”, uno de los clásicos del Duque blanco, David Bowie. Adaptación con dos marchas más que original, este enfoque es el paradigma de la ansiedad inherente de Eduardo, la cual se refleja en el tremendo contraste de su versión con la original. De esta manera, el fluir imperial, de crescendo escalonado entre las marismas sintetizadas creadas por Brian Eno, del camaleón británico es reemplazado tajantemente por una necesidad impaciente por alcanzar el objetivo, sin más. Saborear con premura ese momento divino, metabolizarlo por medio de una cuerda de alta tensión, donde el punk-pop se agarra a un rescoldo de eternidad fugaz.

Paradigma del sello distintivo de Parálisis, en su medida disposición de todos sus elementos, esta canción denota la claridad de ideas que la banda madrileña tenía cuando se metió con todo el petate en los estudios de grabación: “Ofrecía punk sobre la base de excelentes canciones de hechuras pop. En la grabación se notan detallitos modernos, seguramente concebidos con la complicidad del hombre del estudio Doblewtronics, Jesús N Gómez. También parece muy deliberada la mezcla, que hunde la voz de Eduardo en la masa sonora. Podía tener veinte años cuando se publicó “El acto” pero se trataba de un producto maduro y contundente, superior en impacto sonoro a la mayoría de los discos madrileños del momento.”[5]

Sólido puente entre Parálisis y lo que estaba por venir con Alaska y Dinarama, en este sentido, Rafa saca a la luz un episodio de lo más representativo: “Lo que más recuerdo de Nacho Canut, fue el dia que me pregunto cómo hacia el bajo de “Héroes” (risas). Qué casualidad, (risas), resulta que hacen “Perlas Ensangrentadas” y el tío va y me copia el bajo íntegramente (risas). Pura anécdota sin más.”[6]

Al hablar de “Héroes”, lo estamos haciendo de uno de los momentos álgidos de toda la producción discográfica de Parálisis; algo a lo que quizá “Tengo un precio”, el siguiente corte del álbum, no llegue. No obstante, esta pieza no deja de ser imprescindible para profundizar en el ambiente de negrura feromónica que arrastran los andamiajes de cuero negro y tachuela plateada que se percibe en todo momento. Joy Division en un baile de máscaras, disfrazados de Los Pegamoides. No en vano, la parte central de la canción, con Ana y Eduardo cantando al unísono, podría podría colar por una línea melódica de  Alaska en el primer LP de Dinarama; a su vez, el disco más cercano a la gramática siniestra instaurada por Eduardo y Ana.
En este caso, “Tengo un precio” podría pasar por un nuevo capítulo en la historia comenzada  en “Vamos a jugar”  y  “Te gustará”. Nuevo fruto del tándem formado por Ana y Eduardo, para esta ocasión la historia de descubrimiento, sexo, dominación y placer acaba chocando con la ley de la calle; en este caso, la prostitución. De este modo, la nueva liturgia morbosa ya no viene de los roces y los gemidos, sino que ahora “el dinero me acaricia
cuando me acaricias tú.”
Decadencia al final del camino, la historia triste que esconde este tema, al instante, tornará en euforia punk por medio de un viejo rescate, “Jugando a las cartas en el cementerio”. Revisión mejorada que la versión cantada por su hermano, Javier, el nuevo aspecto de este corte se presenta menos denso, con el riff menos enmarañado y un Eduardo que esculpe las palabras en bilis aguda, destinadas a grabarse en la memoria como un trago de licor de patata.

Fin a la primera cara. El comienzo de la segunda nos traerá un nuevo punto y aparte. Vuelta a las tormenta con la que se iniciaba el disco, está claro que El Acto no ha sido concebido para escuchar a la intemperie, y menos con un paraguas. De este modo, “El acto” es un corte que no sólo pone título al disco, sino que lo resume mediante un memorable ejercicio de sencillez, donde el bajo de Rafa se vuelve a empapar en cadencia a lo Cure para que podamos palpar con atención cada uno de las diapositivas que moldea Eduardo desde las letras. Paradigma las palabras que dirá el periodista Darío Vico, “El Acto “es el disco punk que más gente ha escuchado mientras se masturbaba”.

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Una apisonadora en directo.

Por otro lado, este tema ejemplifica la relevancia que rápidamente había adquirido Rafa dentro del organigrama sonoro del grupo. Pivote básico en la ampliación de espacios y matices en sus posibilidades: “Yo soy el bajista que necesitaba Eduardo, no podía tener otro. Recuerdo que yo era su horma perfecta, cantaba por encima de mis bajos. Yo sé que le estimulaban, si bien es cierto, que yo siempre he entendido en mi forma de tocar, de hacer dibujos, a él le sugerían cosas. Nunca me dijo: “No hagas esto” Había una compenetración total en el estilo. Me sigo volcando en esa magia, que no he vuelto a tener en ningún otro grupo. Por ejemplo, recuerdo que con el bajo de “Nacidos para dominar” se volvió loco. Empezó a entonar, estábamos mejorando…”[7]

“Esto no es” seguirá con la dicotomía del álbum, alimentado por los contrastes entre arranques de energía frontal y medios tiempos con el termostato de la tensión siempre a punto de reventar. De este modo, esta vez le tocará al perfil más acelerado. Otra de las canciones de la época “Canut”, este origen se hace evidente por la simplicidad ramoniana con la está ejecutada. La versión barriobajera de Arsénico por Compasión (1944) de Frank Capra. Este relato de envenenamientos y estricnina funciona, pero genera una pregunta: ¿Cómo hubiera sonado en las sesiones de sus dos primeros discos? Seguramente, con ese plus de agresividad del que ahora no hay rastro.

Segunda versión de esta obra, “Quiero ser tu perro” es una adaptación baja en músculo de “I wanna be your dog”. En lo que reamente resulta interesante este tema es en su milimétrica reinterpretación al código sonoro de Parálisis. Así, Parálisis mantienen el insistente piano de fondo de la original, pero la sensación dañina provocada por Iggy Pop y los suyos torna en un juego para sus dos nuevos protagonistas: Eduardo y Ana. Dicho esto, resulta revelador que en esta ocasión Eduardo susurre más como el niño del film de Chicho Ibáñez Serrador ¿Quién Puede Matar un niño? (1976) que ya se ha hecho adolescente que como la bestia depravada de Iggy Pop. Eso por no hablar de la desaforada versión de este corte con la que Vulpess tendrán sus quince minutos de gloria en su polémica actuación emitida una mañana del 16 de abril de 1983 en La Caja de Ritmos de Carlos Tena. Por cierto, actuación que provocará tantas ampollas desde el ABC que acabará rodando la cabeza del propio Carlos Tena.

“Bacanal” vendrá a corroborar la idea de que Parálisis tenían un caudal más que interesante de ideas sobre el que moverse en el futuro. El único tema instrumental del disco, aquí se da una fascinante orgía de guitarras eléctricas aflamencadas, palmas, pianos lánguidos y bajos melancólicos, danzando muy suavemente sobre un mar de gemidos del Averno. Hipnosis y ensoñación, la atmósfera de extrañeza que flota en todo momento da pistas sobre el sonido tan característico de una banda tan aparte y reivindicable como los barcelonenses Claustrofobia; y más en concreto, en su obra más redonda Repulsión (Justine, 1987); clásico absoluto entre los subsuelos del pop español.

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Del culto a las portadas de la época.

“Todo el mundo” servirá como punto de fuga al crujido afterpunk que sobrevuela para volver a mirar al pasado con una de esas canciones bajo el inequívoco sello de punk vitamínico patentado por Nacho Canut en los primeros tiempos de Parálisis. Pista libre a la explosión epidérmica, “Todo el mundo” se cuece en dos  minutos con sobredosis de urgencia. Al galope de esta ráfaga certera, Eduardo canta una letra tan sencilla como perfectamente explicativa de su visión del mundo que le rodea: “Todo el mundo, me encuentra divertido” – su círculo de amigos -; enemigos cercanos, como Carlos Berlanga, a través de “Todo el mundo, me pone mala cara” o la prensa en “Todo el mundo, me hace preguntas raras.” En cuanto a este último punto, no hay más recordar declaraciones tan tajantes del propio Eduardo como estas: Eduardo Benavente: “Es que estoy escarmentado con la prensa; sobre todo, la de Madrid. Allí hablan muy mal de mí, porque algunos periodistas son muy falsos.”[8]

Nos acercamos al final, y llegados a este punto podemos certificar la impresión de que Parálisis han logrado la complicada empresa de estar a la altura de hacer un largo. Lógicamente, la contundencia del formato pequeño se ha dispersado en pos de una mayor amplitud de miras, dando como resultado un disco más variado y rico en matices de lo que se podría imaginar tras sus primeros lanzamientos; aunque en Quiero Ser Santa ya se intuía unas inquietudes sonoras, maravillosamente filtradas a través de la figura de Ana; el verdadero punto de inflexión en el momento clave.

Para rematar como se merece tan especial ocasión, Eduardo y compañía harán una reinterpretación de “Tengo un pasajero”. Versión alargada, rebajada en nervios y tensión, la misma falta de punch que caracteriza a “Esto no es” se puede decir de esta nueva adaptación, la cual no aguanta las comparaciones con la versión original. Aun así, sería de necios desdeñar este rescate, para el que hacia los 3’ y 15’’ se produce un momento memorable, cuando se produzca un bufido industrial entre capas de electricidad saturada buscando aliento dub; vamos, cómo si Fugazi tocarán en una rave de Big Black. Sólo por este instante, “Tengo un pasajero 2” está más que justificada, al ofrecernos la prueba definitiva de que el intimidante potencial de Parálisis daba para un impactante crisol de posibles formas futuras.

Final desde la cúspide, “Esa extraña sonrisa” es una de las composiciones más fascinantes de las realizadas por el tándem formado por Eduardo y Ana. Buscando más que nunca los espacios rítmicos, el trabajo dispuesto por Johnny Canut y Rafa Balmaseda para este tema está a la altura de sus grandes referentes británicos del post-punk. Si a esto añadimos una guitarra afilada como navaja albaceteña y esas paradas eléctricas, como si el flujo energético fuera a contrapié, la sensación entre solemnidad y desesperación por no aceptar su condición de muerto viviente acabará alcanzando un climáx realmente turbador; sobre todo, cuando Eduardo se eleva en la subida entre aguijonazos de electricidad torturada que fluyen en “Ya no tengo otro sentido/ que volverte a ver mañana/ Oír de nuevo las campanas
a la hora señalada.”

Nueva piedra de toque en la producción paralítica, de este tema se puede extraer ese tipo de fabulosas dobles lecturas que, sobre todo, surgen cuando ni siquiera se buscan; son casuales. En el caso de este tema, la inquietud es tan física, se despliega de forma tan real – en las antípodas de la parafernalia a lo Halloween de lo que ya se sabe que es pura pose – que acaba por ser imposible no relacionar esta letra sobre una pareja de zombis como símbolo del castigo eterno del matrimonio o las relaciones de pareja sin vida, dispuestas en un insustancial día de la marmota ad infinitum; sin posibilidad de escapatoria. De este modo, no sería de locos aventurar un pliegue de lo más natural entre las temáticas terroríficas de los cuentos de terror de Edgar Allan Poe y las diseminaciones a conciencia de la vida en pareja llevada a cabo por entomólogos del alma humana como Inmar Bergman.



[1] La Fonoteca: “El Acto”.

[2] El País.

[3] Vallina, Isabel: “Odio los uniformes, me gusta romper moldes”, Diario 16, 17/05/1983, pag. 31.

[4] Kill from the heart: Parálisis Permanente.

[5] Clifford Records:Paralisis Permanente, El Acto.

[6] Entrevista del autor a Rafa Balmaseda en 2013.

[7] Entrevista del autor a Rafa Balmaseda en 2013.

[8] Matías Uribe y Gonzalo de la Figueroa: “Eduardo Benavente: con Fraga estaríamos mejor”, Heraldo de Aragón, 27/03/1983.