«Playtime», el escaparate de la vida

Entre otras cosas, 1967 siempre será recordado por ser el año del verano del amor. Al mismo tiempo que las hordas hippies se multiplicaban, las corrientes posmodernistas seguían creciendo en la sociedad. Contra este último virus, Jacques Tati había preparado su caballo de Troya, “Playtime”, un mundo para el que radicaliza la influencia que mamó de Buster Keaton mientras conforma una sucesión monumental de viñetas en alta resolución. En las mismas, Tati se mueve como el Peter Sellers de “El Guateque” (The Party, 1968), causando un cúmulo de desastres fortuitos a su paso. No es casualidad que la película de Blake Edwards se estrenara un año después que “Playtime”. El uso del gag como forma heredada del cine mudo está subrayado en todo el largometraje. Más aún, el tramo de la película dedicado a la gran apertura del restaurante en la película de Tati anticipa la idea central de la de Edwards: locura en crecimiento y desmoronamiento progresivo de las buenas maneras dentro de la alta sociedad.

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Nueve años antes que “Playtime”, Tati daba vida a “Mi Tío” (Mon Oncle, 1958), el segundo de sus films como Monsieur Hulot. En ésta, el cómico francés enfoca su interés en el choque de la vida de su típico barrio francés con la revolución pop que se estaba imponiendo desde mediados de los 50. Así, “Mi Tío” nos muestra el contraste entre dos mundos, el París de los barrios viejos -enfatizado por una gama de colores vivaces, tiernos- y el del posmodernismo arquitectónico, donde los tonos dominantes son fríos y monocromos.

playtimeposterEn “Playtime” ya no hay contraste; lo que quedaba de lo viejo ya está integrado dentro de un París post-industrial, donde se han impuesto los conceptos retrofuturistas como idea de una vida más sencilla y mecánica. Sin embargo, la presencia de Hulot es como la de un virus dentro de este entramado, aparentemente, dispuesto a la perfección. Su intromisión en el restaurante moderno, que engloba la segunda parte del film, es catastrófico: hace añicos la puerta acristalada de la entrada. Como solución, el portero agarra el pomo y sigue usándolo como si éste aún abriese la puerta, haciendo creer a los que entran que la puerta sigue intacta. El mundo de las apariencias, infectado por un acto de picaresca cotidiano.

En todo momento, Tati desmonta los resortes de la normalidad. Al comienzo de la película, lo primero que vemos es un cielo azul diáfano, tranquilizador. Pero la música es la de un redoble de jazz tenso como un golpe de batería de Gene Krupa. El siguiente plano nos adentra en unas instalaciones de pasillos infinitos. Al principio, parece un hospital. Se ve a dos monjas desde lo lejos, con sus tocas en forma de aviones a punto de despegar. Parecen robots de Isaac Asimov. En las escenas siguientes, aparecen de manera progresiva un militar, un cura, una enfermera, un grupo de burgueses, una clase de colegio, un fotógrafo, azafatas, unos excursionistas, el presidente del gobierno, un taxista, un paparazzi, policías, un barrendero. Y al fondo de todo, M. Hulot. En menos de diez minutos, Tati ha armado la ronda que hace girar el mundo dentro de un microcosmos particular: el aeropuerto de París.

Los gags nunca son en primer plano, siempre se dan desde el ángulo más lejano del cuadro. La llegada de Hulot a París es atropellada. La funcionalidad aritmética que se encuentra no está hecha a la medida de sus andares desgarbados. La colisión es continua, como ese conserje, ya anciano, del edificio de correos que intenta establecer comunicación con una máquina mastodóntica. Parece una escena clásica de los comics de Osamu Tezuka. El conserje le habla a la máquina, pero ella no le entiende; le responde con ruidos extraños. El divorcio entre las dos partes es un hecho. Tati nos muestra la incomprensión como mecanismo de defensa. Su visión retoma la mirada de “Tiempos Modernos” (Modern Times, 1936), pero dentro de un contexto donde el sonido es parte básica para entender el ruido invisible de la masificación en cadena. En su lugar, Tati compone un mundo de sonidos artificiales donde hasta los sillones establecen conversaciones onomatopéyicas con las personas.

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Tati busca la improvisación como representación realista de la vida; eso sí, siempre limitada dentro de planos tan corales que cualquier atisbo de protagonismo queda cercenado al instante. Por inercia, los diálogos siempre son recogidos como background ambiental, jamás se interponen con el gesto mudo dominante. El distanciamiento propuesto es casi documental, llegando al súmmum en las escenas dedicadas al edificio con grandes ventanales a pie de calle. En un simple giro de cámara, el espectador es trasladado como observador dentro de la película. Estamos en frente del escaparate de la vida. Literalmente. No oímos nada de lo que dicen sus habitantes. La pantomima como expresión natural.

Esta parte del film amplifica la despersonalización a un nivel superior de elocuencia. Hulot entra en uno de estos pisos, resbala, casi se cae. Sus reticencias iniciales a aceptar la invitación a entrar pronto se transforman en una huida en toda regla. Por primera vez, lo contemplamos trocando ingenuidad por miedo. Al igual que en esta escena, Hulot no soporta los cubículos cerrados, los ascensores ni todo mecanismo que detenga sus largas zancadas. El confort de la modernidad es un ente extraño para Hulot, que, a lo largo de la película, se va desdoblando en diferentes versiones de él mismo, ya sea en forma de turista rechoncho o en ese señor que se lleva todos los folletos del centro comercial, provocando que el Hulot original sea reprendido en su lugar. ¿Un mundo atestado de Hulots? La revolución promulgada por Tati resulta en una sucesión de alter egos de figuras antagónicas a la suya. La verbalización de la autenticidad contra los modos replicantes de la alienación. Y contra ello, qué mejor que convertir París en una gran feria de atracciones. Sin duda, un cierre consecuente con la solución de traducir el mismo caos de la gran urbe en acto de resistencia contra la amenaza de un mundo impersonal de costumbres y actos clonados.