¡Una vergüenza!

Un testimonio: residí en Viena (Austria) durante varios años. Cuando viajé allí por primera vez, lo primero que vi fue un enorme cartel que rezaba: «Wien darf nicht Istanbul werden» (Viena no debe convertirse en Estambul). Se trataba de un cartel publicitario del  FPÖ, partido de ultra derecha de raíces y pensamiento pro-nazi, que anunciaba así su candidatura a las elecciones municipales. En aquel momento debí echar a correr. Pero me quedé.

Pasó el tiempo y, aunque mi círculo de amistades austriacas (todos ellos universitarios o Akademiker, como dicen allí) se enorgullecía de ser progresistas, empecé a oír cosas del tipo: «Es que los inmigrantes no se integran…», «el problema de la inmigración…» o, lo que me resultó más escalofriante: «El nazismo es una cosa del pasado. Sucedió una vez y nunca más volverá a pasar».

Luego, una amiga mía que era de Estambul pero que vivía en Viena desde hacía muchos años, me contó que una vez ella y sus amigos turcos hicieron un experimento.

Se plantaron en la Schwedenplatz

y repitieron la misma acción: pedir información sobre dónde estaba la calle X

de dos maneras distintas: una con un mapa de la ciudad en las manos

                                               otra, sin el mapa.

El resultado fue bochornoso. Los vieneses ignoraban o contestaban de mala manera a los turcos sin el mapa. Por el contrario, se mostraban amables y dispuestos a ayudar a los «turistas».

En esa misma plaza, paró el autobús nocturno. Mi pareja en aquel entonces, un vienés, y yo -ambos blanquitos y sin billete- nos subimos al autobús. En esa parada se subieron también varios hombres negros. Mi pareja y yo nos situamos en el descansillo. Frente a nosotros había un tipo grandote de espaldas, llevaba una cazadora negra tipo bomber. No sé por qué, pero entonces supe que ese tipo era un Kontrolleur, el revisor. Y pensé: «Schieße, nos van a pillar». La parada de  Schwedenplatz está muy concurrida por la noche. Cuando la gente acabó de entrar en el autobús y se cerraron las puertas, el hombre grandote se giró y dijo con desapego: «Kontrolle». Se me hizo un nudo en la garganta e intenté tragar saliva. «Ya verás el puro que nos cae», pensé entre mí. No teníamos escapatoria, éramos los primeros a los que iba a pedir el billete; ¡estábamos frente a él! Pero el tipo sólo nos miró y pasó de largo, dirigiéndose hacia los hombres negros. Todos ellos llevaban un billete validado.

Bajamos en la siguiente parada. Nos habíamos librado de la multa gracias al racismo del revisor.

Eso fue hace más de diez años. Y hace escasos días, el 27 de junio, se dio un caso de violencia racista hacia un hombre nigeriano de 48 años de edad que viajaba sin billete en un tranvía de Múnich (Alemania). Al ver que el hombre no disponía de billete, los empleados de seguridad le exigieron su identificación personal, le preguntaron de dónde era, y le cogieron el dinero que llevaba encima (9 euros), algo que no es de su competencia, como menciona Natalija Miletic, la periodista que grabó las imágenes del ataque a este hombre negro. Mientras éste se aferraba a un poste del tranvía, los de seguridad lo agarraron del cuello (por poco no lo asfixian), y de un brazo (por poco no se lo rompen) hasta que lo arrojaron literalmente fuera del vagón.

Miletic mencionó que, de haber sido un ciudadano alemán o del oeste de Europa, no se le habría tratado así nunca. «Fue tratado como un animal». Ella y otra mujer fueron las únicas personas que se posicionaron a favor del hombre mientras lo maltrataban. «No está nada bien lo que hacen. Él no les ha hecho nada. ¡Deberían avergonzarse. Esto es racismo. Lo hacen porque es negro!».

Este caso no hace más que poner en evidencia una realidad estremecedora: el racismo y la xenofobia latente en la sociedad alemana, escalando un peldaño más: la aceptación de la violencia. ¿Qué clase de impunidad permite que se trate de esa forma a un hombre negro frente a decenas de testigos impasibles? ¿Es aquella heredada de los tiempos del nazismo?