Yo, Depresión (I)

Me cisco en la psiquiatría. Pues, ¿qué decir de Sigmund Freud que debía proteger la salud mental de sus pacientes y se quitó la vida apresado por un cáncer terminal de mandíbula, destruyendo el mito de que el hombre es en todo momento dueño y señor de sus actos? Adelantándome a la muerte, he mandado a la cárcava a mucha y diversa gente notable desde los viejos tiempos de Hipócrates. Pienso en la ficción teatral del suicidio de Melibea, en La Celestina, hasta el suicidio colectivo de la secta de los Davinianos. Recuerdo sin demasiado esfuerzo a los poetas, esos relamidos pálidos  predispuestos para el suicidio: la sáfica Safo de Lesbos, Alfonsina Storni, Lucano, Maiakovski y Mishima, que tuvo el valor de hacerse el harakiri, y el  cubano Calvert, que huyó de Cuba para refugiarse en Roma.

No se escapan los filósofos como Metrocles, ni los músicos como Tchaikovsky, ni los pintores como Van Gogh; tampoco los cantantes ligeros adorados por miles de fans se han zafado de mí. ¿Recordáis a Sid Vicious y Luigi Tenco? También me refiero a otro ramo: los actores. George Sanders, James Dean, Jean Seberg, ex mujer del escritor suicida Romain Gary, las hermosas  Romy Schneider y Marilyn Monroe ¿o se me adelantó el clan de los Kennedy? Posiblemente.

Rita Hayword me traicionó. Prefirió que se la llevara el Alzheimer a morir después de una borrachera y un orgasmo en una suite del hotel Ritz de Madrid. Lo mismo que Rock Hudson, que se dejó roer por el sida y exhibió su decrepitud para concienciar a la sociedad del azote de la nefasta enfermedad. Fueron unos cobardes aceptando la ruina de la muerte natural.

No faltan en este recuento los  toreros que desafían a la muerte en el taurobolio solar. El trianero Juan Belmonte, abandonado por la seductora rejoneadora Amina Assis, se disparó una escopeta en su finca sevillana a la hora de la siesta. El  mejor diestro francés, Christian Montquoquiol Nimeño II, tras quedarse parapléjico a consecuencia de una cogida en Arles, decidió colgarse de una viga en el garaje de su casa de Caveirac en Nimes; lo mismo que hizo Gerardo de Nerval, destrozado por los conflictos sentimentales. Los escritores son proclives al suicidio. Ernest Hemingway, usando una escopeta de dos cañones; Stefan Zweig y su segunda esposa Lotte Altmann,  Cesare Pavese, que nunca encontró el amor ideal; Mariano José de Larra, se suicidó con una pistola el día de Carnaval de 1837, al perder el amor de Dolores Armijo; el homosexual Henri de Montherlant se fue de este mundo en su piso de soltero de París. También Horacio Quiroga.

Von Kleist se hundió en un lago de la mano de un amor imposible. Angel Ganivet y Virginia Wolf también escogieron las aguas frías del río para quitarse la vida. Más vulgar fue Silvia Plath, que expiró frente a una espita de gas. Mucho más románticos, Arthur Koestler y su esposa Cynthia, 20 años más joven que él, quienes se suicidaron juntos en su casa de Londres.  El director de teatro José Luis Alonso, sintiéndose viejo a los 66 años por la ceguera y la soledad, se arrojó a la calle desde un sexto piso. He llevado el suicidio hasta las pantallas de televisión cuando Budd Dwyer, secretario del Tesoro del Estado de Pensilvania (EE.UU)  se disparó un tiro en la boca que le voló la tapa de los sesos en el curso de una rueda de prensa emitida en directo en enero de 1987 y ahora lo he incorporado a Internet.

Foto de © Carmen Viñolo.