«Mónechka» de Marina Palei. Sexo e inocencia

Cuando me enteré de que Morrissey había dicho que él únicamente leía a gente que llevaba muerta como mínimo cien años, me llevé una alegría muy grande. Y un alivio. Por dos motivos: primero, por tener algo en común con este genio de las letras pop. Segundo, porque ya no tendría que avergonzarme de ser una completa ignorante en lo que a literatura actual se refiere. Y no es que mis capacidades tengan algo que ver con ello -aunque soy la persona que lee más lentamente del sistema solar-. Es que simplemente no me tira, en general. En particular, otro gallo está cantando.

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La autora.

Mónechka de Marina Palei (Automática Editorial, 2016) es como descubrir un antiguo cofre en el fondo de un armario. La mejor narrativa coetánea que he leído desde el Knockemstiff de Donald Ray Pollock. ¡Y aún por encima la autora es rusa!

Vaya pájara, Mónechka, Qué personaje. Una mujer sin ningún rasgo extraordinario si no fuera por su ferviente inclinación por el sexo. Mónechka o Monka –es la misma- se acicala constantemente. Se pinta las uñas con colores chillones, se maquilla los ojos y las mejillas. La boca, siempre roja. La totalidad de su existencia gira en torno a sus escarceos sexuales; ya desde jovencita. La autora, ni corta ni perezosa, nos presenta así a la protagonista en las primeras tres líneas del texto: «Cuando no había cerca hombres o voces de hombres u olor a hombre, se sentaba indolente y, con las rodillas relajadas, se hurgaba las uñas»[1]. Este comienzo tan brillante podría llevar a equívoco, hacernos creer que Mónechka era una neurótica, y que la novela iba por los derroteros del drama. Nada de eso. Y es que alrededor de Monka había siempre hombres cerca.

«Ella corre, sonriendo y dando pasitos de baile, el dobladillo de la falda por encima del nivel, como siempre; Monka no cambia, sus catorce años son perennes, sólo cambian los carteles y los eslóganes»[2].

En efecto, el rasgo que caracteriza a Mónechka, más que su inagotable lascivia, es su asombrosa inocencia. Presentaba a sus amantes siempre de la misma forma, exclamando: «¡Es Yúrik! ¿No conoces a Yúrik? ¡Pero si es Yúrik!» [3].

Sin embargo, nadie entiende a Mónechka, quien a lo largo de su vida debe enfrentarse a numerosos obstáculos que intentan impedir su acceso a las puertas del placer: «Le daban buenas tundas. El padre de Monka, Arnold Arónovich, héroe de la campaña finlandesa, enrollaba sin prisa su cinto militar en la mano tullida. Los pantalones se le caían, él pasaba por encima de ellos. En calzoncillos, bufando, ese animal se cernía sobre su hija menor de edad, que ya había derribado varias sillas y golpeaba una puerta cerrada de antemano»[4]. También su marido, quien le arreaba por escaparse de casa en busca y captura de amantes. Después, las enfermedades. Pero nada consigue detenerla. Monka es una fuerza de la naturaleza, una terminator del sexo. Mónechka sólo quiere hombres. El resto es algo irrelevante. En la novela prácticamente ni se menciona a su hija. Es un mero efecto de una impetuosa causa.

Anoche soñé que millones de feministas se alzaban. Cada una de sus bocas vitoreaba un nombre: «¡Mónechka!». La habían reconocido como la primera mártir de la liberación sexual.

Todo llegará.


[1]  Palei, Marina: Mónechka, Automática Editorial, Madrid 2016, página 9.

[2]  Ibídem, página 10.

[3] Quien dice Yurki, dice Vládik, dice…

[4] Ibídem, página 13.