Recuerdo que la primera vez que tuve la oportunidad de ver “Mi Tío” (Mon Oncle, 1958), fue en los tiempos que echaban “Qué Grande Es El Cine”. Llevaba días viendo caer la arena de mi reloj imaginario. El tiempo pasaba lento. Siempre es así cuando algo te llega a obsesionar. En mi caso, ya había sido embrujado por la magia con la que Jacques Tati había impregnado “Día de Fiesta” (Jour de Fête, 1949) y “Las Vacaciones del Señor Hulot” (Les Vacances de M. Hulot, 1953). Este par de clásicos de la comedia me habían bastado para colocar a Tati entre lo más alto de mi devocionario personal. Pero ya hacía tiempo que las había visto. En la biblioteca no tenían más que estas dos copias, y en aquellos era iniciales internet no resultaba tan fácil lograr ver la película que te habías puesto como objetivo. No, a veces no. Tal como en el caso de “Mi Tío”.
Y llegó el día. Nunca podré olvidar aquel lunes por la noche. La introducción a la película casi me provoca un patatús. Fue llegar al turno del señor (amargado) Antonio Martínez Sarrión y comprender una cosa: hay gente que ve el cine como un médico observando la radiografía de un paciente. No Saben disfrutar de algo que se escapa a su percepción edificada y limitada entre los bordes de un auto-manifiesto impenetrable. Las palabras que salieron de la boca de esa persona triste -no se me ocurre mejor manera de decirlo- fueron epítetos como “insufrible”, “pesado” o “inaguantable”. Una de las causas era que, salvo Moliere y Max Linder, no le hacía gracia el humor francés. ¿Humor francés? Sí, Tati es muy francés. Pero limitarlo a sus orígenes para definir su humor resulta absurdo, o excusa barata. Para empezar el humor de “Mi Tío” bien que lo entendió el gran director japonés Takeshi Kitano para hacer “El Verano de Kikujiro” (Kikujirō no Natsu, 1999) o Yasuhiro Ozu en “Buenos Días” (Ohayo, 1959). Eso por no hablar de esas escenas de perros, que, como bien señalaba Eduardo Torres Dulce, mucho tienen que ver con Edgar Neville o esa Roma (Fellini’s Roma, 1972) de Fellini tan influenciada por el genio francés. Estos son sólo dos ejemplos para entender como el humor de “Mi Tío” transciende su denominación de origen para ser algo universal, humor universal. Porque cuando ya pude ver la película, un servidor casi tiene buscarse el orinal para que no se le escapara el agüita amarilla. Y es que “Mi Tío” es ante todo una sobreamplificación de los poderes de Tati. Su meticulosidad con los planos roza la obsesión, pero no se nota. Ahí está la clave que lo diferencia con los que necesitan mostrar su ego por encima de todo. José Luís Garci decía que si Robert Bresson se hubiera dedicado a la comedia, hubiera sido como Tati. Sin duda, una apreciación más que acertada. Aunque yo me quedo con cómo sería Ozu de haberse decantado por una vena más humorística.
Pero “Mi Tío” es mucho más que una película de humor, o un “Tiempos Modernos” (Modern Times, 1936) a la francesa. En su tercer largometraje Tati nos muestra el contraste entre dos mundos, el viejo y cálido Paris -remarcado por unos colores vivaces, tiernos- y el futurismo pop que se va imponiendo -donde, para la ocasión, Tati utiliza unos tonos más fríos y monocromos. Se podría decir que mientras las imágenes del viejo París son como las de un cuadro de principios de siglo XX, las del nuevo parecen como páginas arrancadas de un catálogo de moda y diseño. Una diferencia atroz.
Esta colisión también se traduce en algo más importante: la contraposición entre cómo transcurre la vida entre los parisinos originales, con sus discusiones, malentendidos, borracheras, compras matutinas al frutero, el pescadero, chismes y diretes, y el mundo de las apariencias representado en el París moderno. En este segundo, todo son formalismos y el deseo crónico de la hermana de Hulot por enseñar su casa a todo el vecindario y amigos de su marido, además de cotejar cómo tienen la casa sus vecinas. Todo un gran guiñol que representa ese vacío tan bien descrito y que, por desgracia, sigue cada vez más presente en la sociedad actual. Ya se sabe, una bonita fachada nunca deja ver el agujero abisal al que están abonadas todas las ovejas que sólo reconocen el reflejo de la vida externa como algo “real” para ellos mismos.
Como ejemplos geniales, existen dos escenas que verifican el choque brutal de estos dos mundos, al final de la película. El primero se trata de cuando el cuñado de Hulot -paradigma de la nueva raza de modernos- va a aparcar su coche en el viejo barrio de Hulot. Necesita ayuda, y el único que puede dársela es un anciano que pasa por allí. Desde el primer momento, las prisas de la vida moderna no se entienden con la parsimonia con la que el anciano da las instrucciones para que el coche quede bien aparcado. Es más, finalmente no consiguen llegar a un entendimiento entre los dos. Ruptura. El segundo momento es incluso más brillante: Hulot está en el asiento del copiloto del coche de su cuñado. Quiere encenderse la pipa, pero no puede: hay demasiado viento. Cada vez que lo intenta, tira la cerilla por la ventanilla. Así hasta en tres ocasiones. Tras sus pobres intentos, su cuñado le pasa el mechero automático del coche. Pero, ¿qué pasa cuando al fin ha podido encenderse la pipa con este invento del mundo nuevo? Que Hulot hace como con las cerillas, también lo tira por la ventanilla. Sobran las palabras.
Para acentuar la dicotomía entre los dos mundo representados, Tati se sirve de una estética pop, que pocos años después se impondrá con gran fuerza como corriente dominante.
Pero si por algo esta película es fenomenal es por su impepinable colección de gags, entre los que varios de ellos sirvieron de gran inspiración, o plagio directo, para El Tricicle.
La imaginación de Tati es desbordante. Encapsularla en un plano no es tarea sencilla. Pero, como buen clown que es, a Tati le va el “más difícil todavía”. Sólo así es posible imaginarse una casa con ojos o hacer que un perro y un pescado muerto sean capaces de hacer que la pantalla vibre de un aluvión de carcajadas atómicas.
A diferencia de Jerry Lewis, el otro gran renovador de la comedia de entonces, Tati parte siempre de la serenidad. Sus gags no sólo sirven para arrancar una risa, y en este caso, mantenerla en una mueca invariable, sino también para hilar el guión. Es más, casi no hay diálogos en toda la película, y los que hay son casi todos en segundo plano. Eso no quiere decir que para Tati el sonido no sea importante. En “Mi Tío” podemos sentir el sonido de la ciudad, el ruido de los coches, las obras, los niños, la fábrica, el aeropuerto, los barrios pobres. Podemos sentirlo hasta el punto de poder aprehenderlo como una sensación tan actual que destroza en mil añicos todo aquel que ha señalada a esta película de haber envejecido mal. ¿Una isla? Posiblemente, pero una en la que todos y cada uno de nosotros nos hemos sentido náufragos en muchas ocasiones de nuestras vidas y a la que nunca está de más volver y quedarse un par de horas riendo y reflexionando.
Qué más puedo decir. Hay obras que es mejor vivirlas para entenderlas completamente; y en en el caso de “Mi Tío”, más que nunca.