La eclosión de las inquietudes dentro del cambiante contexto rock que Jimi Hendrix estaba proponiendo a finales de los 60 tornó como una afrenta para Miles Davis, que contemplaba como, de un año para otro, los estirones de la música rock se adelantaban en lustros al anquilosamiento que, más allá de los sonidos free-jazz, estaba viviendo una música como el jazz, directamente anclada en sentimientos puristas, negados si quiera a una primera cita con sabores que pudieran pervertir el ADN eminentemente negro de sus constantes. Sin embargo, Miles entendía el jazz como una canalización, no como un fin en sí mismo. Y ahí se encontraba su gran margen de libertad con respecto a maestros como Duke Ellington, que le precedieron. Esta franja por rellenar le llevó a su gusto por grupos como Cream o los Beatles. Dentro de una parcela más técnica, una de las vetas abiertas de su curiosidad emergió en la forma de Tony Williams. Su forma de tocar la batería y redimensionar el canon rítmico fue básico en la consolidación de la plantilla en movimiento expuesta. Su manera de superponer ritmos dobles, triples, o lo que le diera la real gana, fundamentó muchas de las soluciones con las que Miles dio rienda suelta a su música durante este periodo de conclusión a lo que el mismo Miles entendía cómo un proceso de años: “Cuando empecé a tocar ese nuevo ritmo… primero tenía que acostumbrarse a él. Al principio no había ningún sentimiento, porque yo estaba acostumbrado a la vieja manera de tocar cosas como Bird and Trane. Tocar la nueva mierda fue un proceso gradual. No se puede parar de tocar de la manera que solías hacerlo. No se oye el sonido en un primer momento. Te lleva tiempo”[1]. Y una de las claves era liberar las esposas con las que estaban atados los engranajes del ritmo. Miles buscaba la excitación de la tensión, el frenesí de un latido salvaje ancestral. Y para ello, el paso de la restricción acústica al arrebato eléctrico tornó en praxis de sus propias necesidades.
Entre 1967 y 1969, Miles se obstinó en romper con las derivaciones impuestas de la ortodoxia jazz. Para avistar un mundo nuevo, primero había que abandonar al que pertenecía. Lo cual cristalizó entre cada centímetro de In A Silent Way (1969). Una especie de Kind Of Blue (1959) con la pulsión de James Brown. La cadencia es como nadar dentro de un sueño. Pura hipnosis. El relieve de los sonidos es en círculos, nunca deja de olear. Se trata de un cuadro expresionista, en movimiento constante.
Al darle la vuelta al vinilo, las notas que emergen son sonidos cayendo como estalactitas derritiéndose bajo el sol. La belleza cobra formas inasibles, que penetran como un aspersor a cámara lenta. La hermosura del estatismo. Davis nos está mostrando el nacimiento, desarrollo y muerte de los sonidos. Su ciclo vital. Es como cuando Terrence Malick filma una sensación, una caricia, un cosquilleo. O como en esas fuentes de chorreo estático en “Aguaespejo Granadino”, de Val Del Omar. Una música que se balancea como un puente entre la retina y las imágenes provocadas en la cabeza.
In A Silent Way fue una supernova de infinitas posibilidades que partió de un proceso que, como no podía ser de otra manera, no podía seguir los parámetros habituales. La grabación del mismo tuvo lugar entre la 10.00 a.m. y las 1:30 p.m. del 18 de febrero de 1969. Desde el primer instante, las constantes cíclicas del Groove fueron describiendo la naturaleza de esta obra, así como su inconfundible sello. Tal atmósfera marcó las coordenadas del proto-ambient. Aunque en este caso lo de “proto” casi se puede mandar a paseo. La inducción es más mental que con ningún otro disco jazz. Si A Love Supreme (1965) era el espíritu, entonces In A Silent Way era como una psicofonía del alma. El resultado de aplicar las herramientas aplicadas por James Brown para rehacer de nuevo la sensación embrujada de A Kind Of Blue. Pero un azul más diáfano, color mar. Uno avivado por un círculo infinito de olas salvajes, libres.
In A Silent Way hizo del “free” la formalización de un proceso anterior de trabajo quirúrgico en cada melodía, nota y puente. La radicalización de la sensación libre con la que fluye cada instrumento compuso el cuadro perfecto para toda la comunidad hippie de aquellos tiempos. Lo cual se tradujo en su función elemental para armar un puente entre los mundos del rock y el jazz.
En In A Silent Way, Miles se vio a sí mismo en una de esas situaciones en la que no sólo propulsa el desarrollo de los acontecimientos, sino que se ve empujado a si mismo hacia vericuetos que le hagan alejarse de la corriente creada por el mismo. Como si estuviera escapando constantemente de su propia sombra. Algo de lo que él era totalmente consciente: “Tengo que cambiar. Es como una maldición. Los viejos clichés mueren y afloran los nuevos. Yo nunca miro atrás”[2].
En esta ocasión en particular, tal necesidad natural desembocó en su entrada de lleno en el universo rock. Una que quedó constatada en diciembre de 1969, cuando Miles es la portada de Rolling Stone. En aquel cierre a los 60, el mundo del rock y el jazz habían encontrado al chamán de dos cabezas que podía pensar como una sola. Desde luego, nunca antes los aspectos del rock habían estado tan integrados en una grabación de un disco de jazz.
Los músicos reclutados ofrecen una base más eléctrica de lo que se presupone a un esfuerzo de este tipo. La guitarra de John McLaughlin, la base rítmica constituida por Tony Williams y Dave Holland, aunque el punto más revolucionario parte de la introducción de hasta tres teclistas en la grabación, con Chick Corea y Herbie Hancock al piano eléctrico y Joe Zawinul al hammond organ.
Pero el aspecto más revolucionario del proceso de parto de In A Silent Way no provino de la ejecución de sus músicos, sino de la aportación posterior de Teo Macero, quien extirpo la liturgia sagrada del grabado en directo. En su lugar, se adecuó a un proceso más propio de las producciones rock, montando los temas cual Eisenstein del montaje. Pecado. Y más en un mundo tan hermético como el del jazz. Es como si Macero se hubiera convertido en una especia de Geoff Emerick. Si Davis era el que iba a portar el estandarte de la revolución planteada, cabe decir que ésta no hubiera tenido razón de ser sin la conversión de Macero en cirujano de la post-producción.
Dentro de la guerra planteada por Miles a los convencionalismos, una partió de su concepción de una banda mixta, negra y blanca. Como sus admirados Sly & The Family Stone. De esta manera, el mismo Miles explicaba en la Rolling Stone de 1970 cómo “el rock es una música que revela los mecanismos sociales. Está el rock blanco y el negro, y también están los burgueses blancos. Es algo verdaderamente molesto. En cualquier caso, los grupos blancos no me interesan nada. Puedo saber si un grupo es blanco sólo por su sonido: sinceramente, no tengo ninguna necesidad de escucharlos. Escucho a James Brown y a las pequeñas bandas de los guetos: ellos sí que ponen su sangre y su sudor, no están allí para tontear. Todos los grupos blancos llevan muchas melenas y ropa extravagante: Lo necesitan para hacerse escuchar. Pero está el caso de Jimi Hendrix: él es negro y logra hacer ‘swingear’ hasta la médula a sus dos músicos blancos. Este es el secreto: necesita tener un grupo mixto, para tener lo mejor de todas las razas y de todas las culturas. Pero una cosa es cierta: dentro deben estar a la fuerza los negros, porque sólo ellos saben hacer diana. Yo también lo hago así”[3].
[1] Miles Davis y Quincy Troupe: Miles: The Autobiography, Londres, Picador, 1990, página 313. Traducción del autor.
[2] Enrico Merlin y Veniero Rizzardi: Bitches Brew: Génesis de la obra maestra de Miles Davis, Global Rhythm Press, Barcelona, 2010, página 81
[3] http://historiasderock.es.tl/Miles-Davis.htm