Rashômon, la puerta de entrada al cine japonés

Rashômon era la mayor de las puertas de la ciudad de Kioto, capital del imperio nipón durante gran parte de su historia, y fue la fuente de inspiración principal para el cuento de título homónimo creado por Ryunosuke Akutagawa en 1915. Treinta y cinco años más tarde, Akira Kurosawa y Shinobu Hashimoto tomarían dicho cuento como punto de partida para crear el guion que daría vida a la película que ahora nos ocupa: Rashomon (Rashômon, 1950).

 Akutagawa había usado su cuento como muestra de la decadencia del ser humano, y Kurosawa y Hashimoto recogieron el guante para plasmar, de forma magistral, esa misma idea en celuloide. La trama principal, narrada cuatro veces desde cuatro ópticas distintas, resultaba excesivamente confusa para los productores de la época, y Kurosawa tuvo verdaderas dificultades para sacar este proyecto adelante. Además, en su contra jugaba también el factor de retratar a un samurái de escasa virtud, y a personajes japoneses que mancillaban su honor con tal de escapar de una condena. Por este motivo esta película hubiese sido irrealizable unos años antes, pero la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial había sumido al país en una profunda crisis de identidad, dándole un sentimiento de inferioridad que cambiaría para siempre la idiosincrasia del cine, la literatura y en general todas las artes niponas.

 Centrándonos en la película en sí, en Rashômon podemos encontrar todas las claves del cine de Kurosawa, seguramente no tan perfiladas como en producciones posteriores, pero sus planos que parecen lienzos de un artista ya están ahí. La película comienza en la puerta de Rashô, donde se encuentran un monje, un peregrino y un leñador, testigo de la historia que está a punto de narrar y que será objeto de debate filosófico entre los presentes. En aquella misma puerta se había celebrado un juicio a un asaltante, acusado de la violación de una mujer y del asesinato de un samurái. A partir de aquí se nos relatará la historia desde el punto de vista del asaltante, de la chica, del samurái asesinado (a través de una médium) y del leñador, testigo. Cada uno de los relatos añadirá datos para intentar deducir qué es lo que ocurrió realmente, pero a su vez introducirán mentiras y verdades a medias con el objetivo de intentar salvarse, desnudando así Kurosawa el alma humana y poniendo en entredicho el honor de los personajes, valor sagrado para la cultura japonesa. Para realzar esta sensación, Kurosawa, muy acertadamente, coloca a los personajes en el juicio hablando cara a la cámara, haciéndonos partícipes del mismo y convirtiéndonos en jueces de la historia, la cual tendrá un desenlace bastante inesperado. Destaca especialmente la fotografía, aunque en una película de Kurosawa esto es casi una obviedad, con especial atención a la recreación de la puerta de Rashô, y el fondo sonoro de gran belleza. En las interpretaciones destaca la de Toshirô Mifune, como siempre con una gran expresividad heredera del kabuki que resulta chocante para los ojos no habituados a este tipo de actuaciones.

 El tiempo dio la razón a Kurosawa, Rashômon fue un completo éxito e incluso consiguió el Oscar a la mejor película extranjera, patrimonio exclusivo hasta entonces de producciones francesas e italianas, pudiendo ser considerada como la película que abrió el cine de su país a los ojos occidentales y como una de las obras maestras de Kurosawa. Como no podía ser menos, tuvo su “remake” en clave de western en la película Cuatro Confesiones (The Outrage, 1964) de Martin Ritt, protagonizada por Paul Newman.

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