El restaurante en casa

Vivir es como comer, al final el sabor es lo que cuenta.”

Chu

0comer-beber-amar¿Quién no ha ido en moto alguna vez? ¿Quién no ha conducido un coche en una ciudad abarrotada de utilitarios? ¿Quién no ha cogido el autobús para ir al colegio? ¿Quién ha agarrado un pez vivo con sus manos y, con sus propias manos, le ha dado muerte y ha hecho de él un exquisito manjar?

Tradición y modernidad conviven en Taipei (Taiwán), como conviven Chu (Sihung Lung) y sus tres hijas -la mayor, Jen (Kuei-Mei Yang); la mediana, Chien (Chien-lien Wu) y, la más joven, Ning (Yu-Wen Wang)- bajo el mismo techo, en el barrio antiguo, desconociéndose unos y otros por lo alejado de sus mundos en Comer, beber, amar (Eat, drink, man, woman, 1994) de Ang Lee.

Chu pasa la mañana cocinando. Platos laboriosos, delicados y frescos. No trabaja ya para el titánico restaurante de comida tradicional, donde únicamente acude de vez en cuando como chef de urgencias en situaciones críticas. Pero Chu no se ha retirado, sino que ha trasladado el restaurante a casa. Mientras tanto, su hija menor, Ning hace unas patatas fritas en el establecimiento de comida rápida donde trabaja. Allí ni siquiera el pollo tiene aspecto -ni sabor- de pollo.

El domingo es el día de la cena tradicional, o de la “tortura ritual”, según como se mire. En ella Chu presenta sus platos realizados con profesionalidad y ahínco. Mucha y buena comida. La familia se (re)une alrededor de la mesa. Pero también los separa un abismo: Aquel llamado generacional. Las hijas no entienden al padre y no tienen reparo en pensar, a veces en voz alta, que el hombre ya está senil y pierde sus facultades. La mayor confiesa a su vecina que, acabará teniendo que cuidar de su padre, ya que Ning es joven y Chien es independiente. Por otro lado, el padre revela a su amigo del alma, el también cocinero Wen (Wang Shui), su deseo de que sus  hijas se larguen de una vez de casa para poder así  vivir tranquilo. No las entiende, ni las quiere entender. ¿O será que no las puede entender? Lee nos muestra a Chu sacando de la lavadora una maraña de prendas femeninas: medias y ropa interior hechas un lío e imposibles de desenredar.

La vida de Chu y de sus hijas ha girado siempre en torno a la comida. La comida, el restaurante en casa, es su forma de comunicarse. Jia-Chien relata a su amante su infancia en las entrañas del restaurante: “Mis recuerdos están hechos de olores, de sabores. Sólo retrocedo a mi infancia cuando cocino […]  Siento nostalgia…” y Chu, quien lleva toda la vida cocinando, afirma rotundamente: “Comer, beber, amar. Sexo y comida, instintos primarios. Estoy harto de depender siempre de ellos. ¿Acaso no hay nada más? ¿Eso es todo lo que te ofrece la vida?” Chu sabe en el fondo que esos instintos primarios son sólo el punto de partida. La cotidianidad y luego la vida.

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Lee nos presenta a esta familia y sus satélites de forma pausada, sin prisa: el genio de la cocina, algo huraño, como todo artista; la hija cristiana enamorada de una quimera; la independiente y utilitarista a la fuerza; la joven que porta en su corazón una sabiduría sincera. Un abanico de personajes variopintos, todos ellos tan arquetípicos como reales: el motero musculoso de oficio monitor de voleibol, que conquista a la hermana mayor, golpeando el  balón con su culito respingón; Wen, el hombre de las caras raras; la madre de la vecina (Kuei Ya lei), sin duda, uno de los personajes más cenizos de la historia del cine: “El matrimonio sólo trae conflictos. Si, por desgracia, te casas con un botarate, la única solución es el divorcio y el mejor ejemplo es mi hija., que se casó con un energúmeno. Porque si no te divorcias, debes cargar con él toda la vida; tienes que esperar a que se muera para ser libre. Aunque luego una se queda sola.” Lee nos irá adentrando en su cotidianidad, luego en sus temores, ilusiones, sus sueños truncados y sus secretos. La familia y sus satélites se irán entrelazando de tal forma, que presenciamos uno de los filmes con más giros de la historia; una comedia que arranca la risa del espectador justo un instante antes de que la tragedia irrumpa, para que ésta no sea tan lúgubre. Así, descubrimos dónde les lleva la vida, al mismo tiempo en que se adentran en ella.

Comer, beber, amar, ¡vivir!

 

 

 

 

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