Si alguna vez habéis pensado, ni que sea por un segundo, qué digo un segundo, una centésima, una milésima de segundo, lo maravilloso que debe ser ser un artista, un músico, por ejemplo, si lo pensáis mientras leéis estas líneas, es que todavía no habéis visto A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013) de los hermanos Coen.
Ethan y Joel Coen no sólo nos descubren a un influyente músico desconocido por la mayoría, Dave Van Rock, que se codeó y ayudó a artistas como Bob Dylan, Joni Mitchell o Phil Ochs, sino que nos (re)presentan al arquetipo de artista y toda su humanidad: Sus relaciones personales son difíciles y, a pesar de que en un primer momento podría pensarse que el único ser en el mundo por el que se preocupa es ese gato pardo con el rabo tieso, a Davis no le faltan los sofás de los amigos, donde pasar la noche. Más pobre que una rata, no tiene un mísero abrigo con el que refugiarse del invierno neoyorquino. Sin embargo, lo más excepcional del filme es cómo los hermanos Coen radiografían los vericuetos existenciales del músico. Llewyn Davis (Oscar Isaac) vaga durante todo el filme como un odiseo, que desconoce la isla de Ítaca. Se resiste a dejar de ser un artista, porque piensa que de este modo se convertirá en alguien que sólo “existe”. Implacable sentencia que le espeta a su hermana, quien se indigna y se enfurece, por supuesto, como algún que otro espectador, como algún que otro lector de estas líneas. Y a puntito está Davis de cruzar la línea y sólo existir, si no fuera por una de estos giros inesperados del destino, ése que se va descojonando de nosotros por las esquinas.
Podría pasarme horas escribiendo sobre la película, desmenuzándola, paladeándola, emocionándome, pero eso, os lo dejo, mejor, a vosotros.