Hasta hace muy poco tiempo, siempre había sentido una aversión natural hacia la salsa. Era escucharla por casualidad, y sentir un malestar instantáneo. Quizá por no escuchar lo que se debe para adentrarse en este mundo –no es mismo adentrarse en el post-punk con Interpol que con The Pop Group…- o por esa mala enfermedad conocida como “prejuicio de antemano”, y que yo también reconozco haber sufrido, nunca había contemplado la opción de adentrarme en este regenerador mundo lejano al síndrome de anglofilia diletante que vive el mundo del pop. Ante esta realidad, sólo me queda pensar una cosa: “Pero qué idiota fui”. Como en muchas otras ocasiones en la vida, hace falta una revelación. En mi caso provino de descubrir, y disfrutar como si hubiera descubierto la música pop por primera vez, el Chavez Ravine (Nonesuch, 2005) de Ry Cooder, una llave ideal para abrir el gran cofre de los grandes de la música mexicana. Tras abrirme esta puerta, me dije: “¿Por qué no otra? Vamos a probar con Rubén Blades, al que adoran como el grande de la salsa”. Dicho y hecho. Quizá porque aún estaba algo desdeñoso de enfrentarme a sus discos de los ’70, con miedo de no volver, mi primera inmersión fue Buscando América (Elektra, 1984). Sencillamente uno de los mejores discos de la historia, este clásico entre clásicos me dio la confianza para zambullirme de lleno en toda la obra del panameño. Cómo no, su producción es tan vasta, que inevitablemente no es oro todo lo que reluce. No obstante, entre sus decenas de álbumes de estudio, relucen media docena docena de obras fundamentales, algo que muy, muy poquitos pueden decir. Entre este Monument Valley de su trayectoria, si me tuviera que quedar con una de sus montañas, ésa es Siembra (Fania Records, 1977). A modo de anécdota, o revelación -según se mire-, ayer estaba cubriendo un doble cartel en directo que, cómo decirlo, parecía la definición del término “mediocridad” en un diccionario virtual de imagen y sonido, cuando en el paréntesis entre las dos actuaciones surgió una música de ambiente mágica, que al momento reconocí. Se trataba de ‘Pedro, el navaja’. Luego, a modo de medicina natural, fueron cayendo más canciones de Siembra. Casualidad o no, aquello fue una maravillosa contradicción, haciendo daño en el corazón corporativista del acto que me había tocado presenciar por temas de trabajo. De hecho, este artículo es un homenaje al salvavidas que me lanzó ayer el panameño, aunque él no lo sepa. Gracias.
Vuelta a lo que nos interesa, qué decir de Siembra. Para empezar, se trata del disco perfecto para adentrarse en el mundo de la salsa, siete canciones como siete soles que exponen los sentimientos de todo un continente, América Latina. Entre sus venas, se encuentra toda la miseria de sus calles, las falsedades de los poderosos, pero también toda la belleza de sus tradiciones, las costumbres de sus pueblos. Y qué mejor que el timbre tembloroso de la voz de Blades para dibujar este gran mural. Su tono nunca suena panfletario, resulta creíble. Blades cree en la unión de los más desfavorecidos, en la hermosura de la gente anónima que puebla las sombras del mundo. Siembra tiene mucho que ver con el cine de Aki Kaurismaki, todo está hecho una mierda, pero ayudándonos unos a otros la vida se puede ver de otra manera, con la alegría de saberse arropado por tu vecino, el dueño del puesto de frutas o la profesora del colegio. Blades ataca con saña brutal al que se lo merece y le insufla de amor y conocimiento al que lo necesita. De su canción más mítica, ‘Pedro, el navaja’ a ‘Siembra’, los versos de Blades fluyen como un río dentro de un océano de pura ambrosía rítmica, vientos callejeros y colchones de cuerdas celestiales, que casi se pueden paladear. En esto, tiene mucho que ver la labor de Willie Colon, la mano derecha de Blades como en tantos otros de sus discos. Su concepción de la percusión llega hasta el ritmo que habita dentro del mismo ritmo. La polirritmia queda anestesiada, y puede fluir con total libertad por cada esquina del gran cinemascope articulado alrededor del canto de Blades. Lo dicho, pura fantasía para dar voz a las mismas entrañas de toda una tierra, toda una gente con la que, hasta el que vive en Kazajistán, se sentirá identificado. Bueno, ¿acaso ése no es el fin de todo acto universal?
Como último apunte, no se me ocurre mejor manera de cerrar este artículo que terminar por el comienzo. Así, Siembra arranca con una exhalación gloriosa de música disco. Sólo por este inicio ya habría que darle de comer aparte. Se trata de ‘Plástico’, uno de los cantos más duros y, a la vez, esperanzadores que se han escrito jamás, y de la que no me puedo resistir a dejar pasar la oportunidad de reproducir dos de sus estrofas más contundentes -las mejores prefiero no descubrirlas-, eso ya es labor de todo el que no quiera quedarse con la intriga.
“Era una pareja plástica de esas que veo por ahí
El pensando sólo en dinero
Ella en la moda en París
Aparentando lo que no son
Viviendo en un mundo de pura ilusión
Diciendo a su hijo de cinco años
No juegues con niños de color extraño
Ahogados en deudas para mantener
Su estatus social en boda u hotel”
“Era una ciudad de plástico de ésas que no quiero ver
De edificios cancerosos y un corazón de oropel
Donde en vez de un sol amanece un dólar
Donde nadie ríe donde nadie llora
Con gente de rostros de poliéster
Que escuchan sin oír y miran sin ver
Gente que vendió por comodidad
Su razón de ser y su libertad”
Un comentario en «Rubén Blades y Willie Colón: «Siembra»»
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