Ya lo cantaban Esclarecidos en ‘Miles’, su gran homenaje al Proteo de la música negra: “Balanceando la trompeta / y sin mover los pies/ esa chulería indecente/ esa forma de mirar/ es el dueño del silencio/ ya no sé ni qué pensar… Estos versos parecen nacer durante la misma escucha de In A Silent Way (Columbia, 1969), esa bendición curativa, ese cosmos ingrávido en el que las notas toman conciencia de sí mismas para impregnarse en la atmósfera cual satélites circundantes en una estela sin fin. Y es que la admiración que generó la obra compuesta entre 1969 y 1974 por Miles Davis llegó incluso hasta un grupo pop como Esclarecidos, que no tuvieron más remedio que expresar ese sentimiento de revelación que provoca ese lustro de creatividad insultante para el resto de músicos. Con cinco años así, sólo se me ocurren otro par de ejemplos: los Smiths, entre 1983 y 1987; y Public Enemy, de 1987 1991. Pero ni estos dos gigantes pudieron igualar el efecto positivo que la obra de Davis hizo brotar; en su caso, una onda expansiva que llega de la música ambient al post-punk y deriva hasta el tecno. El germen de tal plenitud y brainstorming creativo dio lugar a un camino de inspiración por el que se adentró buena parte de la música más atemporal, arriesgada y fascinante de este último medio siglo. Veamos, A.R. Kane, Tim Buckley, Can, Weather Report, 808 State, Hendrix, Sun Ra, Stereolab, Swans, Herbie Hancock, Brian Eno, Prince, George Clinton, Sly And The Family Stone, Henry Rollins, Guru, Flying Lotus, Questlove, St. Vincent, Mos def, Goldie, David Toop, Radiohead, Talking Heads, Tortoise, Jon Hassell, la lista es interminable, aunque creo que sólo por esta nómina de abducidos ya daría para entender del impacto que supuso la escucha de discos como el anteriormente citado In A Silent Way, Bitches Brew (Columbia, 1969) u On The Corner (Columbia, 1972). Efectivamente, este trío de obras son las bolas de cristal más reconocidas de “los años eléctricos” de Davis, de cómo transmuto el término “fusión” en “integración”, porque aquella locura genial no trataba de hacer una simple plantilla jazz-rock, sino llegar hasta el mismo fondo donde las notas, sus tonos, son liberadas de las cadenas, y buscar nuevos matices para superar los límites ya conocidos.
Aunque el trío de álbumes señalado fue el que siempre se ha llevado el mayor reconocimiento; para ser justos, habría que añadir una nueva esquina dentro de este gran tratado de afrofuturismo galáctico, y ésa no es otra que Get Up With It (Columbia, 1974), el disco que hoy nos ocupa. Por supuesto, me estoy ciñendo a sus LPs en estudio porque si ya abarcáramos su producción en vivo de aquellos años, la cosa se desmadra de manera delirante. De Pangaea (Columbia, 1975) a Agharta (Columbia, 1975), las ramificaciones de su ideario principal de transfiguración cobran tal relevancia que mejor dejarlo para otra ocasión.
Pero a lo que vamos, Get Up With It fue el último trabajo en estudio de aquellos años increíbles. Eso sí, más que una creación musical al uso estamos ante una perfecta guía de entrada a todo el que quiera imbuirse en la concepción total que ideó Davis durante aquellos tiempos de reinvención y vital desconsideración hacia los purismos e integrismos de la vieja escuela del jazz. Así, este doble LP está compuesto por grabaciones que abarcan de 1970 a 1974, su ADN esta codificado por una amalgama de reflejos que provienen directamente de su gran faro-guía de aquellos años, los ya sabidos In A Silent Way, Bitches Brew y On The Corner.
En su conjunto, Get Up With It es una obra mastodóntica en ambiciones: más de dos horas de pura catarsis creativa, la máxima expresión de un work in progress insuflado por la necesidad crónica de redimensionar el universo no ya del jazz, sino de toda la música pop. Para ser conscientes del impacto real de semejantes intenciones no hay más que sondear de canción en canción a lo que responde como el paradigma de “Ópera Egipcia”, pero dentro del rock. No, aquí reducir las posibilidades a los límites jazzísticos sería como hacerlo con La Leyenda del Tiempo (Nuevos Medios, 1979) de Camarón de la Isla con el flamenco, algo que más que una falacia sería una soberana estupidez reduccionista.
Entrando en barrena, nada más oír los primeros compases de ´He Love Him Madly’ queda claro que no estamos ante música al uso, bueno, para ser justos, ninguno de los discos del Davis posterior a 1967 lo es.
Una de las tres grabaciones incluidas de 1974 -las otras dos son ‘Maiysha’ y ‘Mtumu’-, ‘Love Him Madly’ ensanchó los caminos de la música ambient, hasta el punto de ser básica para la concepción que tuvo Brian Eno en On Land (Editions EG, 1982), su obra cumbre dentro de la liturgia ambient. No es para menos, ese estatismo musical, donde los tonos no avanzan, sino que se expanden hacia un propio espacio temporal se cumplen al dedillo durante estos 32 minutos de absoluta regresión uterina. Todo un fresco de sensaciones que envuelven al oyente en una burbuja, donde el molde del sonido esta hilvanado por una lluvia dispersa, casi en la sombra, de polirritmia amniótica. Las líneas que brotan del bajo de Michael Henderson parece que suenan desde el fondo de una cascada al romper el agua. La tela eléctrica se dispone entre una manada de insectos inmemoriales, suenan a todo menos a electricidad al uso. Tal atmósfera acaba desembocando hacia la mitad del trayecto en el protagonismo tomado por la flauta de Dave Liebman. Estas pinceladas al fresco parecen nacer como la vida misma, no existe un patrón o prueba que nos indican su irrupción. El único asidero que podemos comprobar está en la cadencia anestesiada de las cuatro cuerdas de Al Foster, que reproducen con precisión el latido de una tortuga.
Sólo con ‘He Love Him Madly’ sería suficiente para entender la envergadura de este trabajo; sin embargo, y como un Quijote siempre en busca de aventuras, aún quedan mucho con lo que sorprenderse. Vaya que sí. De hecho, no hay más que pasar de pista para comprobar que la siguiente parada, ‘Maiysha’ nos muestra que al referirnos a Get Up With It tenemos que hablar de música geográfica, un recorrido de la naturaleza en estado puro hasta what ifs? tan exóticos como estos quince minutos, que en su primera mitad activan la imaginación hasta el punto de hacernos pensar en cómo hubiera sonado la bossanova de haber nacido en el corazón de un pueblo africano. Siguiendo con el juego de posiblidades, el segundo acto emerge como un blues cubista, como si Captain Beefhart hubiera sido poseido por un disco de Parliament.
Para ‘Honky Tonk’, la membrana blues sigue latente, pero ha sido metabolizada en un nuevo régimen de sonoridades, una orgía de tonalidades wah wah que se cuela entre un esqueleto sincopado de blues clásico, pero desde una perspectiva anti-purista. Es como si toda la tradición se hubiera arrojado a un pozo cubierto de líquido mutante, en las antípodas del Delta del Mississippi. ‘Honky Tonk’ también resulta muy representativa del sonido que en aquellos años estaba diseñando Davis junto a Teo Macero y su troupe de locos geniales. De este modo, cada instrumento suena en un plano diferente. Más que pistas, cada instrumento parece que va en un vagón diferente, en un tren moviéndose en vertical. La sensación de profundidad es tal que parece que en todo momento podemos ser absorbidos por un agujero negro de eco infinito. De parada en parada, una de las más alto voltaicas del trayecto es ‘Rated X’, gestada sólo dos meses después de On The Corner, y se nota. Vaya que sí. Proto post-punk krautrockizado, ‘Rated X’ es una cabalgada imparable hacia el mismo ADN del ritmo. La huella de On The Corner sigue palpándose en ‘Calypso Frelimo’, junto a ‘He Loved Her Madly’, el otro puerto especial de Get Up With It. En ésta, ya se rompen los raíles horizontales, la canción no cuenta con GPS, todo se mueve por impulsos de trance funk. El órgano eléctrico de Miles huye entre la selva en movimiento que lo persigue. Todo avanza como en un sueño disparado: 32 minutos de tribalidad guiada por espasmos de intuición suicida.
A los 10 minutos, la jungla da paso a un sueño de horizontes sin alambrada. El órgano nada libre, ha conseguido fugarse. La forma no ha cambiado pero se ha distorsionado en un océano a cámara lenta, eterno.
A partir del minuto 21, se produce el milagro: la jungla se adentra dentro del océano. La canción toma diferentes velocidades, a contratiempo; sin embargo, nada suena fuera de lugar ni a destiempo. En un click, el bálsamo se transfigura en un efecto kamikaze, esta vez con las tres guitarras abocadas a un bucle infinito de propensión hendrixiana, alcanzando el súmmum del éxtasis con un cierre de tonificante funk salsero. Tras abrigar las bendiciones de la locura, llega ‘Red China Blues’, blues puro y duro, pero dentro del armazón Davis. Las líneas tradicionales no son transfiguradas pero sí envasadas dentro de un cuerpo múltiple de instrumentos, con los vientos, por primera vez, como verdaderos protagonistas.
Tras este ligero paréntesis, ‘Mtume’ nos devuelve a los parajes de la madre África, una explosión de polirritmia sin marcapasos rajada en su matriz por una guitarra-escalpelo. Misterio en movimiento. Luego, el sonido cambia de horizontal a vertical, pero la guitarra sigue siendo el intruso que maneja las constantes. La sucesión de diapositivas es imparable, coge progresiva velocidad, pero jamás se nota: es como estar montado al galope de un nervio esquizoide, siempre pasando la misma escena más y más rápido.
‘Mtume’ toma el título del percusionista James Mtume, el actor principal de esta estación selvática. Precisamente, se pueden sacar mucho jugo de las palabras de Mtume cuando se refiere al cáliz sagrado de lo que estaba buscando Davis: “Miles y yo hablábamos constantemente de la música y la dirección que estaba tomando. Una de las cosas de las que hablamos fue de fusión. Mi punto de vista era que el movimiento de la fusión era el énfasis de la forma sobre el sentimiento. Se basaba en lo complejas en que se puede escribir las cosas. Esto no es escribir desde el corazón, sino desde la cabeza. Tocar compases de 11/8 es algo genial para la escuela, más que nada por su complejidad. Miles fue mucho más allá. Fuimos directamente a la sensación. Estábamos explorando cuánto tiempo podríamos mantener un acorde interesante. Eso era exasperante para los críticos, que glorificaban fusión. Pero dijimos, ‘Que le jodan a la fusión’. Nosotros estábamos buscando la emoción”.
“La otra cosa que hablamos fue que Miles sentía que su música se había alejado del pulso de la música afroamericana. Sintió que su mierda se había vuelto demasiado esotérica y que él había contribuido a ello. Miles quería encontrar una manera de volver a conectar con la comunidad negra. Pero la cuestión estética fue: ‘¿Cómo lo hacemos?’. Hablamos de esto más que de cualquier otra cosa. En aquel momento Miles estaba escuchando un montón de James Brown, Sly Stone, Jimi Hendrix, y George Clinton. Eso es lo que él quería aunar. La idea de Miles era volver a la raíz de la música, el funk, pero con un alto grado de borde experimental. Quería llevarlo mucho más lejos”[1].
Como el mejor de los finales posibles, ‘Billy Preston’ resulta ejemplar. Funk reverberante, casi líquido, todo suena en contención, la compenetración amelódica de la base rítmica con el wah wah es otro punto de frotación con el post-punk. Consiguen que parezca DIY. Es más, escuchándola, no sería de locos imaginarse a Gang Of Four intentando hacer free-jazz. Se mire por donde se mire, una locura genial, como todo lo que deriva de este sueño hecho realidad que es Get Up With It, matemáticas de la intuición que abren las puertas de mundos nuevos, inspiradores, que arrancan esa sensación única y vital de lo que, más que nunca, se conoce como “revelación”.
Bueno, casi 6 años después de la publicación de esta nota, le quiero agradecer mucho tanto a Marcos Gendre, como a Paul Tingen.
Exquísita reseña.
Saludos desde Argentina.