«Rebeldes» de Francis Ford Coppola

Cuando salí hacia la cegadora luz del sol desde la oscuridad del cine…

Así empieza la película. Así comienza la historia de Ponyboy Curtis, un joven de 14 años, que relata su vida en un cuaderno. El título, del filme y de la historia, The Outsiders.

Son los años sesenta en Tulsa, Oklahoma. Hay bandas callejeras encontradas. Los grasientos, jóvenes marginales, apenas han oído hablar de boom económico post II Guerra Mundial, del que los dandis son perfectamente conscientes. La miseria y la desigualdad campan a sus anchas; son el caldo de cultivo de la violencia, lo más cotidiano en la vida de estos chicos. Odio entre ricos y pobres.

En una de las primeras escenas Dallas, Pobyboy y Johnny pasean por el pueblo. Están haciendo tiempo hasta que oscurezca y puedan colarse en un cine al aire libre. La violencia no tarda en presentarse. Varios jóvenes golpean a un chico de aspecto latino, a quien no le queda más remedio que sacar su navaja para defenderse. En esta ocasión, los tres protagonistas observan la pelea como testigos imparciales, como algo que no pueden dejar de mirar, pero a lo que no le dan demasiada importancia. Se trata tan sólo de una pelea más. Sin embargo, en lugares tan angostos como éste, la libertad parece haber huido presa del pánico, y la violencia es como la muerte, tarde o temprano acabará alcanzándote. Es una mera cuestión de tiempo. Y el tiempo corre aprisa en Tulsa.

¿Hay algo más terrorífico que te agarren entre varios y te metan la cabeza bajo el agua, dentro de una fuente, una y otra vez?

En esta ocasión el que coge su navaja no es para defenderse a sí mismo, sino para salvarle la vida a su mejor amigo, Ponyboy. Varios dandis sumergen al joven en la fuente hasta que pierde el conocimiento y todo se vuelve rojo. Después, un plano cenital que presenta la tragedia: uno de los dandis, muerto; Ponyboy, inconsciente sobre el suelo, recobra el conocimiento y la cámara gira 360º para mostrarnos a Johnny temblando: «Lo he matado… He matado a ese chico«. La mirada de Ponyboy se dirige hacia el chico muerto, a quien contemplamos desde la misma perspectiva que el joven; la cámara está en el suelo y la bamba del chico casi parece salirse de la pantalla. Aún más, es como si el espectador mismo estuviera allí, tirado en el suelo, herido, tal vez muerto.

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En este momento aparece uno de los aspectos más brillantes del filme, pues Coppola transmite lo dramático no a través de lo emocional, sino de lo puramente físico. Como una prueba irrefutable. Del mismo modo, cuando observamos por primera vez a Johnny después de su accidente, lo vemos absolutamente estático, atrapado en una especia de jaula de hierros, la cama del hospital. De nuevo, lo físico, lo implacable.

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Sin embargo, entre toda la vorágine caníbal del hombre y la naturaleza existe otro lugar. Una guarida alejada de todos. Donde los cielos tienen el aspecto de óleos impresionistas y lo bello se refleja únicamente en la pureza. Johnny le dice a su amigo: «Nunca me había fijado en el color de las nubes y el cielo hasta que me lo has enseñado. Es como si no hubieran existido«. Los jóvenes se habían acostumbrado a mirar siempre hacia el suelo o, como mucho, al frente, a los ojos de su enemigo. Eso es todo lo alto adonde había llegado su mirada.

En su refugio los chicos recuperan su inocencia que, en realidad jamás perdieron, ya que apenas tuvieron tiempo. Allí leen Lo que el viento se llevó sin que nadie pueda reírse de ellos. Tienen tiempo de aburrirse, pero se encuentran a sí mismos. Son libres. El regreso a la ciudad, tras un inesperado accidente, los devuelve a una realidad aún más cruda que la que dejaron atrás. Dandis y grasientos se han citado para una guerra. Todos marchan hacia el parque como soldados rasos, conscientes de los riesgos, aunque de una manera vaga. Sin llegar a cuestionarlos, sin plantearse siquiera la existencia de otra posibilidad.

No obstante, lo que hace que la rueda de la violencia se detenga no es una muerte en el campo de batalla, sino fuera de éste: la de tu mejor amigo en la habitación de un hospital. Llegado a este punto, Ponyboy descubre por fin que sí hay otro camino alejado de la violencia.

Muchos otros directores habrían optado por un final fácil que transmitiese la moraleja de la manera habitual. Coppola no. Es extraordinariamente sutil.

Cuando salí hacia la cegadora luz del sol desde la oscuridad del cine…

Así acaba el filme. Ponyboy escribe y recita estas palabras.

Coppola no pretende simplemente que el espectador se sienta identificado con el joven, con su historia. Va mucho más allá, pues lo está preparando para el momento en que salga del cine y deba enfrentarse de nuevo a la calle. ¿Cómo lo hace? De forma absolutamente revolucionaria, pues toma el camino inverso, ya que hace que el propio personaje salte de la pantalla a la sala y se siente en el patio de butacas. Junto a otros tantos jóvenes que están viendo la película en ese momento y que quizá se encuentren en la misma situación de violencia.

Cuando salgan hacia la cegadora luz del sol desde la oscuridad del cine… tal vez contemplen el cielo por primera vez.

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