“El neorrealismo surgió de una necesidad moral y espiritual.”
Martin Scorsese
Descubrí el cine con Chaplin y la magia con De Sica. Tuve la fortuna de conocerlos de niña. La segunda cadena repuso durante mucho tiempo los filmes de Chaplin. Los domingos por la tarde íbamos a casa de mi abuela y mirábamos las películas de Charlot. Empezaron por los cortometrajes, acabando con La condesa de Hong Kong (A Countess from Hong Kong, 1967). Los cortos me encantaron y desde entonces es Chaplin uno de mis directores favoritos. En lo que a Vittorio De Sica se refiere, vi por primera vez Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1950-51) con los ojos de una niña de siete años. El filme me fascinó. Era mágico, como la luna, tierno como la infancia y anticapitalista como De Sica.
Mientras pensaba en escribir este artículo e intentaba averiguar cuál era mi película favorita, oscilaba entre la obra de uno de estos dos directores. Con nadie reí tanto como con ellos, ni nadie me hizo llorar como el anciano funcionario Umberto y su desesperada situación. Ambos retrataron a los más desfavorecidos: Chaplin al inmigrante, al obrero alienado, al eterno vagabundo; De Sica a los niños de la calle, al jubilado desahuciado, a los chabolistas. Y los dos mostraron la ternura y la emoción como nadie antes ni después.
¿Chaplin o De Sica? Por un lado, Chaplin es el maestro. Fue, junto a Griffith y Eisenstein, uno de los creadores del cine. Definió la comedia, haciéndola delicada, humana e incluso crítica. Dominó durante el periodo mudo y, no sólo lo sobrevivió, sino que realizó sus obras capitales durante el sonoro. Con filmes como Charlot en la calle de la paz (Easy Street, 1917), Luces de la ciudad (City Lights, 1931), Tiempos modernos (Modern Times, 1936) o Monsieur Verdoux (1947), Chaplin es un clásico. Pese a que la filmografía de De Sica es más irregular y escasa -y menos reconocida-, durante su periodo neorrealista el realizador italiano tomó el relevo a Chaplin y llegó incluso a superarlo, gracias a sus dos obras maestras: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) y Umberto D. (1952).
Finalmente me decidí por De Sica y su excepcional Milagro en Milán, ya que el filme me causó tal impacto, que siempre permaneció en mi memoria como uno de los recuerdos más hermosos de mi infancia. Recuerdo asimismo que mi madre me habló del largometraje en varias ocasiones. Lo había visto de jovencita en el cine con unas compañeras de la fábrica textil en la que trabajaba. Nos contó que durante toda la película no pudieron parar de reír, tanto que llegaron a llamarles la atención. Pero ¿qué otra cosa podían hacer frente a escenas como la del vendedor de globos que, de no comer, pesaba tan poco que se lo llevaba el viento junto con sus globos, o la del millón de millón de millón de millón de millón de millón, más uno? De todos modos, Chaplin está tan presente en este filme, que de alguna manera también le pertenece. Encontramos en él su espíritu en la escena en la que Totò juega con la niña ocultándose tras una puerta; guiños hacia él, como la secuencia, donde el joven Arturo admira embelesado la escultura en forma de bailarina y cuyo origen hallamos en una escena similar de Luces de la ciudad; así como verdaderos homenajes, como el plano del amanecer, en el que Totò y Edvige miran el sol con esperanza, y tanto nos recuerda a la escena final de Tiempos modernos.
Milagro en Milán es una fábula neorrealista, lo que ya de por sí es curioso. Aparece como un paréntesis, no sólo por ser el filme intermedio entre Ladrón de bicicletas y Umberto D., sino en lo que respecta al movimiento neorrealista italiano, ya que en él se mezcla en perfecta armonía la crítica social, la fantasía y el humor. El argumento de la película tiene su origen en un texto de Cesare Zavattini del año 1939, que tituló “Demos a todo el mundo un caballo de madera”, y que más tarde se convertiría en un libro: Totó el bueno. Un libro para niños que pueden leer también los adultos. De Sica se propuso llevar a cabo el proyecto, pero éste no pudo realizarse hasta doce años después. Zavattini, uno de los padres del neorrealismo italiano en el plano literario, participó también como coguionista. El filme está repleto de extraordinarios detalles, que engarzan la historia, haciéndola única e irrepetible. No se ha hecho jamás película con más detalles, quizá sí, Amardord (1973) de Federico Fellini.
En Milagro en Milán la técnica se vuelve intuitiva y la imagen lo domina todo. Nos encontramos, por ejemplo, con un plano, donde aparecen las siguientes figuras: en primer plano, en escorzo y picado, encontramos al señor Mobbi, encarnación del capitalismo; frente a él, y en actitud sumisa, a uno de los chabolistas, que traicionará más tarde al resto; y, al fondo, la masa, encarnada por el grupo de chabolistas. Este plano nos muestra la confrontación entre clases y el puente que las une que, al venderse a sí mismo y a los suyos, contribuye a que el inhumano sistema persista.
Por otro lado, una secuencia especialmente estremecedora es aquella en la que los chabolistas esperan expectantes a que los viajeros del tren les echen algo de comida, recibiendo tan sólo una botella vacía lanzada con desprecio. La situación desesperada en la que se encuentran se ve reforzada por el desolador paisaje de frío y nieve y un silencio estremecedor, que sólo lo rompe el silbato del tren y su traqueteo, sumamente lento, al deslizarse por las vías.
Las miradas desempeñan en este filme un papel primordial. En ellas se revela la bondad inherente a los personajes, su inocencia, su humanidad. Al principio del filme el niño Totò (Gianni Branduani) observa con curiosidad cómo la leche hierve y, rebosando el cazo, cae al suelo formando un riachuelo blanco. Su madre, la anciana Lolotta (Emma Gramatica), llega a casa y da los buenos días. Al percatarse de lo ocurrido, lejos de reprender al niño, toma unas figuritas y construye alrededor del río un pueblecito. Totò, con sus grandes ojos que se comían la pantalla, mira con cariño a Lolotta, que le coge a de la mano y, riendo, salta con él de un lado al otro del río. La reacción más común de la madre habría sido reñir al niño, pero Lolotta, con su amor incondicional, convierte la situación en un juego. Éste es, sin duda, el momento más tierno del filme. Y cada vez que vuelvo a verlo no puedo evitar emocionarme.
Lo que hace maravillosa a esta película es su humanidad, su ternura, su magia, su humor ingenioso y surrealista, su crítica sutil pero implacable. Retrato fiel de la vida miserable de los barrios de chabolas y su intento por superarla y alcanzar una vida digna. Con este filme De Sica no sólo nos muestra cómo deberíamos ser, sino en realidad cómo podríamos ser si tan sólo dijésemos más a menudo «buon giorno».