Vicente Ponce (Valencia, 1952) es Profesor Titular de “Teoría del Arte”, “Historia y Teoría del Cine Moderno” y “Cine Moderno y Transformaciones del Relato” en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia desde el año 1990. Es autor de ensayos teóricos, historiográficos y de crítica cinematográfica para publicaciones como “Contracampo”, “Nosferatu”, “Cahiers du Cinema-España”, “CinèmAction” o “Archivos de la Filmoteca”, publicación esta última de la que fue fundador y director en sus primeros años (1989). También ha sido editor de varias textos como “Pere Portabella pres al camp de batalla” (1981), “Diversas miradas sobre el cine negro” (1986), “Acerca del melodrama” (1986), “Sierra de Teruel, cincuenta años de Esperanza” (1989), “El aprendizaje del tiempo” (1995) o “Nouvelle vague: una revolución tranquila” (2006). Ha colaborado con textos de diversa índole discursiva en “El País”, “Quimera”, “Revista de Occidente” o “Cimal” y ha participado en libros como “El cine de José Isbert” (1984), “Los años que conmovieron al cinema (las rupturas del 68)” (1988) o el “Diccionario del Cine Español” (1998). Es autor también de cuatro libros de poemas: “Instrucciones para mirar el silencio” (Ediciones A/Z, 1999), “Incendios del tiempo” (Vértigos de luz, 2002), “Hojas de aire cubren esa cólera” (UPV, 2005) y “Frío en los alrededores de la palabra” (Azotes Caligràficos, 2009).
– Antes de nada agradecerte, y mucho, tu tiempo para contestar estas preguntas a través del correo electrónico. Lo primero que me gustaría preguntarte es por el origen de “Archivos de la Filmoteca”, publicación de la que, si no me equivoco, fuiste fundador y director. ¿Cómo y por qué surge “Archivos de la Filmoteca”?
Antes de comenzar nuestro diálogo quiero agradecerte la posibilidad que me ofreces de hacer memoria y pensar sobre cuestiones que nos interesan a ambos, quizá a otras gentes. Desde que me incorporé a la Filmoteca de Valencia en el año 1989, recién llegado de Madrid, donde había estado ejerciendo de asesor ejecutivo del Ministro de Educación y Ciencia, José María Maravall, su director, Ricardo Muñoz Suay, se había mostrado muy insistente con la necesidad de contar con una publicación propia. Sobraban razones para ello y me planteó que elaborara un proyecto cuanto antes, rápidamente. Eso sí, tenía ya el nombre de la revista… Archivos de la Filmoteca, pero no un modelo sino vagas ideas de lo que quería y, especialmente, de lo que no quería. Con las manos relativamente libres intenté poner en pie un híbrido de Contracampo + una publicación de corte historicista y capaz de mostrar el trabajo de la Filmoteca + un instrumento que suturara, acercara o representara la síntesis de los dos sectores hegemónicos de la crítica cinematográfica española en los últimos veinte años: la crítica teórica de los contracampistas y la crítica impresionista que rodeaba a los miembros, por simplificar, de Dirigido Por… Los objetivos digamos obvios, como dar prioridad al estudio del cine español, y todas las cuestiones que hervían en el editorial del primer número en forma de declaración de principios, estaban cubiertos. Hablamos de hace casi veinticinco años, Pablo, tiempo suficiente para verificar que el con quién quería cristalizar el proyecto de Archivos de la Filmoteca era puro idealismo o, como diría Gustavo Bueno, una fatal consecuencia del pensamiento Alicia. Quizá no debía haber olvidado lo que escribía Marx en su prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859): «la crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión». Dos modos de ejercer el pensamiento crítico, sin duda poco conciliables, no añadían nada nuevo ni histórica ni teóricamente. De mi etapa en la dirección de la revista creo que hay dos números muy notables: el tercero (1989), que fue un monográfico sobre Sierra de Teruel (André Malraux, 1938-1939) y el cuarto (1990), otro monográfico esta vez sobre Cifesa. También procuré obviar el sectarismo, la batalla de los egos, y escribieron muchos miembros de Contracampo (Santos Zunzunegui, Jesus González Requena, Francisco Llinás con una sección fija, Juan Miguel Company, José Luís Téllez con una memorable sección fija sobre música y cine) y muchos otros como Román Gubern, Esteve Riambau, Carlos F. Heredero, José Enrique Monterde, Casimiro Torreiro y un casi primerizo y notable Carlos Losilla. Creo que me he ido de línea, Pablo. Resumiendo: fue una institución pública quien afrontó una publicación y, como es lógico, pidió cuentas. En aquel momento una publicación sobre cuestiones cinematográficas tenía sentido más allá del capricho de Ricardo Muñoz Suay, porque el mapa de las revistas especializadas era demasiado escaso y demasiado previsible. Todo se fue precipitando, Archivos de la Filmoteca no le gustó nunca a Muñoz Suay; tampoco era totalmente la revista que yo creía que debía intervenir en el sector y atraer nuevos estudiosos y nuevos lectores. Además, se produjeron desprecios por la teoría, arbitrariedades varias, críticas erráticas… y cerrado el número seis (1990), con un texto sobre Shoah (Claude Lanzmann, 1985), el primero que escribía y firmaba en la revista… acepté encantado una invitación para dar clases de «Teoría del Arte» en la Facultad de BB.AA. de Valencia y me marché aliviado, tal vez en 1991, harto de enfrentamientos, conspiraciones de opereta y cortapisas continuas. Me fui feliz de levantar una losa de plomo sobre mi cabeza, pero el proyecto Archivos de la Filmoteca, para mí, quedó inacabado.
– La primera vez que te vi fue en Marzo del año 2009 en A Coruña, donde impartiste un curso sobre “Estilos radicales en el cine de la modernidad”. Recuerdo tus comentarios y análisis sobre “Te querré siempre” de Rossellini, “La mamá y la puta” de Eustache, así como “La soledad del corredor de fondo” de Richardson, “Shadows” de Cassavetes o “El silencio después de Bach” de Portabella. ¿De dónde proviene, y a qué se debe, tu interés por la modernidad artística?
Modernidad parece lo más próximo a un término-guante, tal y como utilizaba la denominación Julia Kristeva refiriéndose a la escritura de Louis-Ferdinand Céline. Ha servido y sirve para todo: la moda, la arquitectura, el tono y el tempo de un momento social (así… la movida madrileña) o de un partido político, en economía, como gesto defensivo y oposición a…, como coloquialismo, en el teatro, la pintura, la música, la poesía, la literatura, la teoría crítica, por supuesto en el cine o la filosofía… y no te cuento si convocamos a su rival inmediato, el envés del «trinomio» (antigüedad/modernidad…), la llamada posmodernidad, que ha ido atravesando, como un puñal implacable que blande un furioso carnicero, todos y cada uno de los intersticios de la cultura en los últimos veinte/treinta años del pasado siglo XX, propagados o auspiciados para institucionalizar la banalidad… que es, para mí, la puerta abierta al nuevo fascismo. Antes de entrar, pues, en el laberinto, sí… claro que recuerdo el curso y la serena y hermosa ciudad de A Coruña, pero recuerdo especialmente las conversaciones entre David Castro de Paz, un anfitrión extraordinario e inolvidable, tu compañera, tú y yo. Esas horas, finalizada la sesión del curso, generaban más tejido discursivo y mucho más interesante que el mismísimo seminario-curso. Respecto a mi decantación por la modernidad artística, debo decir que está estrechamente vinculada a mis clases en la Facultad de BB.AA., a mis asignaturas de arte contemporáneo y de cine. En suma, es una cuestión académica consecuencia directa de un reparto de necesidades departamentales, de modo que inicialmente no había, por mi parte, ni deseo ni demanda de encontrarme con la modernidad. Si me hubieran planteado dar clases de macramé, un curso monográfico sobre Giotto y Cimabue, sobre el vínculo M. Duchamp y lo pop, sobre Francis Bacon y Lucian Freud o sobre la cría del champiñón… las hubiera impartido con la mayor seriedad y el mayor rigor posibles, conocedor de que el que llega el último a un Departamento se come lo que decía muy bien Georges Bataille «el olor del asado y paga con el sonido de sus monedas»… Sólo el transcurrir del tiempo (y el contacto con el alumnado), configuró un nexo más estrecho y más firme con la modernidad, ya sea con Charles Baudelaire en el arranque de la modernidad artística en el siglo XIX o con Jean Renoir y Orson Welles para abrazar las primeras llamas de la modernidad fílmica en el siglo XX. De tal suerte que no hay ninguna decisión voluntaria por mi parte: tan sólo llegar en el momento justo al lugar adecuado. Llevo impartiendo «Historia y Teoría del Cine Moderno» desde el curso académico 2000-2001, quizá desde antes, no lo recuerdo bien. Es decir, tanto tiempo que me ha dado para hurgar mucho, leer mucho, estudiar y escribir sobre los nuevos cines de la década de los años sesenta hasta el punto de aburrirme sin que se note demasiado. Aún a riesgo de que te parezca una simplificación inaceptable creo, como Serge Daney, que el cine clásico es hoy un modelo vacío y una vaga nostalgia, y el cine moderno una provocación sin fin. El contencioso que les opone es eterno, pero jamás el cine llegó tan lejos y resultó tan apasionante como cuando la crítica y la teoría acompañaron la práctica de los cineastas modernos. Una posición que requiere, cómo no, matices, pero dejémoslo si te parece para otro momento. Me preguntabas también si se mantiene mi interés por la modernidad. No. Como hay mucha vida fuera de la Academia, cada vez más y más deseable, si tengo que expresar mi interés te diré que lo que más me hace hervir el estatuto huidizo de mi yo es la poesía y el psicoanálisis (también la literatura) que, por fortuna, son materias que no puedo impartir… y me interesan, además, otras muchas cuestiones que escapan a la Universidad.
– Recuerdo que, junto con tu encarecida recomendación de la lectura de las obras de Julien Gracq, en una de las conversaciones que tuvimos durante aquel curso, me comentaste que a una isla desierta te llevarías, corrígeme si me equivoco, “Te querré siempre” como película, “Las variaciones Goldberg” de Bach como música, las obras de Paul Celan como obra literaria, y “La tempestad” de Giorgione como pintura. ¿Podrías, aunque fuese someramente, explicar el por qué de estas elecciones?
Es un juego social, una charada, un pretexto para divertirse, aunque las respuestas sean muy, muy analizables y despierten el apetito de hurgar en las «asociaciones abiertas» o en la elección de objetos de deseo. En el momento del juego en A Coruña mencioné algunas elecciones pensadas. Ejemplos que he repetido y me he repetido muchísimas veces. Es el caso de la película de Roberto Rossellini Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1953). Ya no recuerdo cuando la vi por vez primera. Desde luego fue en lo que se llamaba durante la dictadura franquista un cine club. La he visto en cine y la he grabado y visto en los primitivos videos Beta y VHS. La proyecto en clase todos los curso junto a Ciudadano Kane / À bout de souffle / Hiroshima mon amour / Umberto D o Shadows… que son fijas. Respetaría lo que dijo Jacques Rivette de ella en su famosa «Carta sobre Rossellini», algo así como que ese film abría una brecha y que el cine debía pasar por ella bajo pena de muerte. Muy radical, pero desde la primera vez que la vi, quizá en 1972, hasta este mismo curso (tal vez la he visto cuarenta veces) me produce el deseo de volver a verla y conozco bien la razón última de ese deseo. Si estuviera agotada, me llevaría Gertrud (C.TH. Dreyer), Ciudadano Kane (O. Welles), Hiroshima mon amour (Alain Resnais), Érase una vez en América (Sergio Leone), Pierrot le fou (J-L. Godard), El último (F.W.Murnau) o Shoah (C. Lanzmann)… Oiría las Variaciones Goldberg de Bach y, como puedes comprender, Pablo, las numerosas controversias que ha suscitado históricamente esta obra me importan un bledo a los efectos de la isla desierta. Me resulta delicioso (y muy comprensible) que el conde von Keyselringk entretuviera su insomnio patológico con ellas. Creo que no me cansaría nunca de oírlas y últimamente lo hago en la versión de Glen Gould de 1981. La Tempestad de Giorgione sí me interesa profesionalmente, pero me la llevaría porque no coincido con los formalistas en que es uno de los primeros cuadros de la Historia del Arte «sin tema». Ha suscitado interpretaciones muy interesantes, es un cuadro (para mí) inagotable y, además, es fácil de transportar (82x73cm) La única variación que establecería, sobre llevarme la Obra Poética de Paul Celan, es por razones explicables aunque prolijas. Me llevaría la colección de la Ed. Molino (quizá más de treinta libros) con las aventuras de Guillermo Brown de Richmal Crompton. Durante años, bastantes, leía diariamente una de sus historias y durante muchos años tomé prestada su infancia para no vivir la mía. El juego da bastante de sí, porque admite mucha imaginación tener que estar en una isla desierta durante un tiempo que puede llegar a ser insoportable.
– También recuerdo que comenzaste aquel curso comentando que observar detenidamente es un acto de subversión. ¿Lo sigues pensando?
Creo que lo que dije, Pablo, es una suerte de «mantra» que repito en los comienzos de curso y que voy recordando puntualmente durante todo el año académico. Son, básicamente, dos. Uno es que deberíamos querer saber cómo están hechas las cosas que nos gustan para saber por qué nos gustan y el otro es que si se mira atentamente siempre se ve más de lo que se sabe. Ambos están conectados entre sí, cambian cualitativamente la posición del espectador ante el texto fílmico y actúan sobre los mecanismos de identificación secundaria. Tu recuerdo, sin embargo, lleva a una cuestión más que interesante porque plantea la mirada atenta como un acto de subversión. Eso da para mucho, creo y estoy recordando el texto lacaniano «De la mirada como objeto a» que tiene que ver con el goce visual y de algún modo también con lo que denomina pulsión escópica. Gran parte de la reflexión sobre lo visual está en su muy potente Seminario XI, pero nos meteríamos en un charco de proporciones oceánicas de seguir por este absurdo camino que se me ha ocurrido a raíz de tu pregunta: observar atentamente una película es un acto de subversión. En lo que se refiere al placer visual o goce escópico, fílmicamente hablando, rotundamente sí. Lo que abunda hasta el aburrimiento es la mirada flotante, la mirada distraída, que está en la base de la banalidad en la que el sujeto queda sepultado en la sociedad del espectáculo que tanto hicieron por reventar políticamente, Walter Benjamin, Guy Debord (y otros muchos) en tantos textos esenciales en la modernidad teórica del siglo XX.
– Por cierto, en relación directa con tu respuesta a una de mis anteriores preguntas, me gustaría conocer tu sincera opinión sobre algunas de las películas que a día de hoy son consideradas el epítome de lo «moderno» como «Lost in Translation», «Kill Bill» o «Drive».
La respuesta, no puede ser de otro modo y mucho menos contigo, Pablo, siempre son sinceras. Creo que tu pregunta encierra una buena cantidad de ironía no por las tres películas que citas, sino por las comillas que encierran eso que denominas lo moderno (aunque el considerarlas epítome de ello quizá forme parte de tu distanciamiento). De momento ese «lo moderno» me recuerda las posiciones del filósofo francés Alain Badiou (que leí cuando mi Departamento lo invitó a un congreso de Estética) cuando invierte la significación de las categorías aplicando, por ejemplo, «lo político» a la política convencional, objetivada y regulada; mientras que el término la política pasa a designar aquello que considera la verdadera política y que asume originariamente la forma de un acontecimiento excepcional que interrumpe la normalidad social instituida posibilitando, de ese modo, la aparición de una novedad (en este caso política). Veamos, de aplicar mecánicamente las distinciones de Badiou, el mapa sería: las tres películas que citas (y destacas de un conjunto más amplio) son, sin duda, «lo moderno», convencionales, objetivables y reguladas, el viento de la Historia las arrastrará hasta que se conviertan en polvo y anécdota. Lost in Translation: primer largometraje de Sofía Coppola, tiene interés, supone un comienzo prometedor… pero, si nos ponemos estupendos, hay una película de Billy Wilder, El mayor y la menor (1942, su segundo largometraje y no muy allá), que «no va de lo mismo-aunque sí va de lo mismo», que se puede comparar o cruzar para aquilatar proximidades y diferencias de «pulso narrativo» y de enunciación. Kill Bill es un juguete fílmico en manos de un delirante fuera de todo control y que cuenta con presupuesto para el exceso. No me atrapan sus referentes, el cine de artes marciales, atravesado por el thriller que practica Tarantino y, en este caso, también el musical «casi sin música» con esas coreografías elefantiásicas de ballet que son tan estéticas como «modernas», en suma, cual Busby Berkeley pero en oriental. Nunca gozó de tanto honor una estilizada relectura de Bruce Lee y sus derivados. Drive creo que es una película sobrevalorada donde asoma, fugazmente, fragmentariamente, una estructura clásica y lineal, que se atreve y se esconde, que avanza y retrocede en sus previsibles intenciones. Drive es un sí… pero no… de la muy trabajada figura fílmica del «looser». ¿Qué sería «la modernidad»? Muy simplificadamente: aquellas películas, ignorando los ejemplos de modernidad establecidos por la Historia y la teoría fílmica en el corte epistemológico de los años cincuenta/sesenta, que promueven un acontecimiento excepcional que interrumpe el «continuum cinematográfico» y sus rutinas para suscitar la aparición de una novedad o una ruptura: esto es, los Straub, Pere Portabella, Manoel de Oliveira, Theo Angelopoulos, Pedro Costa, Víctor Erice, la perseverancia febril de Jean-Luc Godard o la rigurosa contundencia de Michael Haneke…
– En realidad creo que «Lost in Translation» (2003) fue el segundo largometraje de Sofia Coppola, siendo el primero «Las vírgenes suicidas» (1999). Seguramente éste último sea, de entre todos los suyos, el film que me resulta más interesante, aunque también he de reconocer que nunca he analizado con calma y tras varios visionados sus películas. Mi impresión, mi intuición, para con «Lost in Translation» es que es una película que aparenta decir más cosas de las que en realidad dice. Una suerte de cine «cool», pero con cierto interés, por supuesto. Has citado a Haneke. Me gustaría conocer tu opinión sobre “La Cinta Blanca”. Si no recuerdo mal, la habías incluido entre las mejores películas de la década 2000-2010 en Cahiers du Cinema.
Sí, tienes razón, Las vírgenes suicidas es el arranque de Sofia Coppola como cineasta y, tienes razón de nuevo, acumula más interés, de lejos, que el resto de sus películas. Mi contacto con el cine de Haneke fue en una memorable proyección de Funny Games (1997) a la que fui con Juan Miguel Company (para mí uno de los más potentes críticos cinematográficos de este país y solidario compañero de batallas desde la época de la revista Contracampo). Cuando comenzó la película éramos no más de cinco espectadores y en la extraordinaria secuencia (un plano sostenido de algo más de 12 minutos) del asesinato del niño ya se habían marchado todos. Nos quedamos «en cuadro». Si me permites, antes de detenernos en La cinta blanca, quisiera hacer unas consideraciones: me interesa mucho la operación fílmica que M. Haneke hace circular. Me satisfará más una película que otra, alguna me importará poco (es esencial contar con el deseo del crítico), pero todas se inscriben, de manera muy fértil, «en un tiempo histórico bien unido a un tiempo estético». Confieso encantado que prefiero Funny Games (1997 y 2007), Código desconocido (2000) y para qué seguir, me interesan todas, hasta El castillo (1997), donde Kafka está muy en la sombra. Me sucede lo mismo con el conjunto de las propuestas de Theo Angelopoulos, Manoel de Oliveira, Jean-Luc Godard, Terence Davies, Claude Lanzmann o Pere Portabella. Son películas (me irrita el término, como le sucedía a Charles Baudelaire) «útiles» y también (me sigue repeliendo el término, como si un cordón umbilical sucio de sangre y babas nos uniera a lo más miserable del capitalismo) «productivas». Usaré la expresión de George Steiner: son películas o trayectorias de cineastas que «amplían las muy menguadas reservas de la inteligencia moral del siglo». A diferencia de la soberanía fílmica de, por ejemplo, el cine de los Straub, de Lav Diaz o de Pedro Costa… la legibilidad y capacidad de imantación de los trabajos de Haneke o de Oliveira pueden arrastrar a públicos tibios, a sectores intermedios de las masas, como los denominaba Mao-Tsé-Tung/Mao Ze Dong. Las operaciones de los Straub o de Pedro Costa o, no sé, de Michael Snow, son memorables, pero fuera de la zona de exclusión dedicada a los estudiosos o a sectores minoritarios, su «relato» es disuasorio y expulsa a los asustadizos «cuando más falta nos hacen». Hoy mi deseo, cultural y políticamente, me lleva al cine de Haneke mucho más que a operaciones de epifanía sobre las nubes. Otra cuestión: de las constantes de su obra, de sus estilemas, en los que han hundido la cabeza la crítica y la teoría fílmicas, quisiera subrayar (es un lugar común) el riguroso gesto de configuración de Michael Haneke «sobre cómo representar la violencia». Parece obvio que nos encontramos socialmente ante una nueva economía de las imágenes de la violencia y lo que está en juego es la «insensibilidad» contemporánea a dichas imágenes. Conviene releer lo que escribió Aristóteles en su Poética (Cap.IV. 48 b 10 y sigs.) sobre la catarsis y el placer del sujeto al mirar las imagenes dolorosas. El espectáculo actual no quiere transformar la violencia, se esfuerza por anularla «sobreconsumiéndola». Pierre Legendre plantea que es una forma de gobernar a las masas, atiborrarlas con imágenes de violencia, promover la saturación. Imágenes que se propagan y se relacionan con el miedo humano. Desde Peckinpah, por ejemplo, a Arma Letal 321, 3222 o 323 incluyendo los fuegos fatuos de Quentin Tarantino, las imágenes de la violencia circulan frenéticamente pero sin transmitir «ningún saber sobre la violencia». Creo que el trabajo de Michael Haneke es muy germinativo al respecto, porque sí cristaliza «un saber» sobre esas imágenes, sí plantea una «nueva catarsis» mostrando el horror y la crueldad. Su cine parece decir «hay algo que ver» cuando la mayoría del cine actual trata esa molesta y amenazante cuestión para que podamos fingir mejor que la ignoramos. Esa es la soberanía de Haneke, que ha ido «refinando» un registro (hay que comparar Funny Games con La cinta blanca o con la violencia muy sabia de Amor, que surge del intercambio de ferocidades que acumula una pareja en una vida) que ataca el imaginario puritano y superficial de la sociedad contemporánea.
– Me gustaría preguntarte sobre un tema que me intriga desde siempre. Es algo obvio que hay películas más memorables y relevantes que otras, al igual que en la pintura, la fotografía, la música o la literatura. Es decir, por poner dos ejemplos, “Centauros del Desierto” es más memorable que “Rambo 3”, o “Apocalypse Now” que “Torrente”. El hecho de constatar esta diferencia de calidad entre unas obras y otras, entiendo que determina que, de un modo u otro, haya “estructuras” que las hagan mejores en oposición a otras que resultan peores o menos interesante. En relación con esto, me gustaría saber hasta qué punto, en tu opinión, el Arte es algo objetivable y hasta qué punto tiene sentido y es posible la existencia de un canon, como diría Harold Bloom. Supongo que, en el fondo de esta pregunta se encuentra el afán por, como dirían los griegos, pasar de la doxa (opinión) a la episteme (conocimiento).
Coincido plenamente en ese diagnóstico aunque me produce una cierta molestia cuando compruebo el esquema o el motor binario de tu enunciado. Algo así como, salvando distancias insalvables, el «objeto bueno»-«objeto malo» de Freud. Tal parece que estamos en el «lado bueno» de la línea y de todos los ejemplos fílmicos que mencionas, cuya trampa es lo inapelable de la comparación, memorable sería, desde mi deseo, una película «insignificante» como Los 5000 dedos del Dr. T (Roy Rowland, 1953), toda una joya. Si además de Centauros del desierto añades al juego El joven Lincoln (1939), Pasión de los fuertes (1946) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962), quizá Centauros… oscurecería algo su fulgor. Si añades a Rambo 3 una pieza descerebrada como Amanecer rojo (John Milius, 1984) pues… En suma, la constatación de algo tan brumoso como «la calidad», sin duda un intangible intersubjetivo, plantea la existencia misma de esa «estructura previa» a la que te refieres. Entiendo que lo que se ha llamado en la teoría «construcción de la subjetividad» desaloja las elecciones tipo A o B buscando elementos secantes, elementos terceros que no apuesten sólo al criterio finalista por oposición. Dicho de otra manera, Torrente 1, 2, 3, …, 33 me interesan bien poco, pero, por ejemplo, los militantes de los estudios culturales, tan acreditados ahora en la Academia, objetarían argumentativamente esa descalificación. El deseo del espectador, eso que Jacques Lacan planteaba que «no tiene objeto», además de su construcción como espectador a lo largo del tiempo, es la capacidad de comparar, algo cercano a la episteme. La opinión neta, simple, directa sobre un festín escópico (quizá Torrente 1, 2, 3, …, 33) tendría algo más que ver con la doxa, bien es cierto que dicho abruptamente. Sobre el canon, el arte objetivable… sabes que el canon existe desde o antes de la escultórica griega, la tratadística renacentista, la fundación de las Academias y el clasicismo artístico, las unidades en la literatura y el teatro (Aristóteles al fondo), los géneros cinematográficos,… En suma, es una obviedad que los cánones existen y han recorrido, transversalmente, todo la historia de la Cultura. Tal vez la lectura más fértil no sea tanto la fijación del canon/de los cánones sino sus fisuras, sus puntos de ruptura: cómo el manierismo perturba el orden renacentista, cómo Joyce (o Beckett) quiebran la narrativa mayor del XIX, cómo la música estalla con Webern o Schoenberg y el concepto de armonía, cómo el paradigma de duración de un film, aquilatado por la industria, rompe la barrera de los 90 minutos (imagínate en los años cuarenta a Angelopoulos, a Lav Díaz o a Pedro Costa), ejemplos si quieres gruesos, excesivos, que habría que matizar uno a uno pero que ponen en pie micro-rupturas del canon si entendemos canon=orden o racionalidad, a la fijación del «buen relato»-“el mal relato”.
– También estoy muy interesado en conocer tu opinión sobre una actitud que me he encontrado en múltiples ocasiones, que podría llamarse la fascinación por un espectador ignorante (o irreflexivo). Es decir, existe, en muchos casos, la preferencia por no saber absolutamente nada sobre lo que se va a ver en aras de la frescura del primer visionado. E, incluso, también se prefiere no saber nada después, para mantener incólume esa sensación inicial, considerando que el análisis y la reflexión profundas matan el placer y la emoción del Arte. ¿Qué opinas al respecto?
Sí, conozco esa especie de «espontaneistas», cabría denominarlos «espectadores desconocedores» haciendo caso a Lacan cuando escribía, creo que muy pertinentemente, que nadie ignora, sólo desconoce. Incluso he ensayado con ese “desconocimiento previo” durante uno o dos cursos. Los alumnos/as no sabían qué película se proyectaba previamente y mi apelación era a la emoción derivada del tema, en ningún caso de las cuestiones formales y tampoco a su proceso de identificación con el relato. Seguir, pues, aquello de que la emoción aclara la vista y constituye una privilegiada puerta de entrada a la reflexión no funcionó ni mejor ni peor que el método contrario: todos los alumnos/as con un conocimiento previo sobre la película a ver y debatir, documentación, recomendación de textos y contextualización previa a la proyección reaccionaron esencialmente igual. Conclusión muy provisional: ha cambiado de manera radical la posición de los nuevos espectadores; ha cambiado su composición y homogeneidad; ha cambiado la geografía de su atención, que se ha convertido en, diríamos, flotante, más descentrada, más inane, más fría; ha cambiado el espectáculo de lo visible, la intensidad del oculocentrismo. Ha vencido, déjame que lo exprese con cierto desánimo, la arqueología establecida por Guy Debord en su memorable texto-pronóstico-diagnóstico La sociedad del espectáculo. La muy asfixiante y saturada densificación icónica no favorece la reflexión sino la dispersión y la deriva, ha cambiado para pudrir algo más el ambiente, el tipo de producción cinematográfica hegemónica actual, las trampas de la distribución y los estreñimientos de la exhibición. Una mirada gris, sólo gris, huele en todo ello detritus, restos, saldos, tomaduras de pelo e insultos a la madurez del espectador… pero «e la nave va». Si tu interpelación me golpea directamente , que lo hace, te diré que he crecido con aquellos métodos de análisis fílmico que buscan saber «cómo está hecho lo que nos gusta para saber porqué nos gusta». Pisemos el frío suelo: pensar el cine, pensar el film hoy es una excentricidad que frontaliza, como en otros aspectos de la cultura (sean el teatro o la danza o la música contemporánea o la poesía, la literatura, la pintura y otros múltiples discursos artísticos) con esa corriente o ese viento o ese vendaval hegemónico que hoy quiere imponer, en el conjunto de las sociedades contemporáneas, la «institucionalización de la banalidad»… insisto e insistiré una y otra vez, que es el «nuevo fascismo»: no pensar, no saber, no desear conocer, tan sólo divertirse y disfrutar, olvidar pronto y volver a empezar…
– Hace algún tiempo leí dos entrevistas, una a Jesús Mosterín (http://www.jotdown.es/2013/10/jesus-mosterin-una-filosofia-al-margen-de-la-ciencia-es-la-cosa-mas-aburrida-y-menos-sexy-que-uno-pueda-imaginar/) y otra a Mario Bunge (http://www.jotdown.es/2013/06/mario-bunge-la-mayor-parte-de-los-filosofos-actuales-se-ocupan-de-menudencias/), en donde el primero afirmaba que Derrida, Deleuze, Lacan o Kristeva no aportaban nada a la filosofía, y añadía que “No creo que el uso de palabras tan confusas como «dialéctica» aporte nada al progreso del pensamiento. La palabra «dialéctica» es una palabra que normalmente o no significa nada o significa simplemente una acumulación de absurdos.”; y el segundo tachaba de tenebrosas e incomprensibles a la fenomenología y al existencialismo, y concluía que Heidegger y Husserl se beneficiaron de la idea de que todo lo absurdo es profundo. Me gustaría conocer las opiniones y reflexiones que dichas afirmaciones te suscitan.
Supongo que tu astucia ha escogido esos “fragmentos sin contexto” muy estridentes como sendas descalificaciones para quienes los sostienen, pero las apreciaciones de Jesús Mosterín y de Mario Bunge (a los que no he leído), así expresadas… me importan un comino, un bledo, una higa, todas las frutas y verduras posibles y una mierda…. Reconozco que son expansiones de mi edad. Ya somos mayorcitos para que esta suerte de cohetes de circunstancias que traes a escena nos puedan sorprender, provocar un cambio de criterio o convertirnos a una de esas «sectas revisionistas». Estoy persuadido de que sus razonamientos conectan con una vía filosóficamente ciega o con la posmodernidad, que predica esencialmente la inanidad inane de lo in-sustancial. Bueno, pues a vender en la Academia los cupones de la ONCE y que recauden mucho, dada su capacidad para generar espectáculo. Conozco relativamente bien la obra de Gilles Deleuze. Algo menos, pero una significativa parte de los escritos de Derrida. He pasado muchos, muchos años en seminarios para encuadrar bien la obra de Jacques Lacan (dirigidos por Adolfo Berenstein, Óscar Masotta o Germán Leopoldo García…) y algo mínimamente lúcido cabría decir de ese trabajo más allá del chiste grueso (el Lacan-ear, la Lacan-tropía, el Char-Lacan y otras sandeces recopiladas por el ilustre François Perrier…). He leído, razonablemente bien, a J. Kristeva (y no sólo su Semiótica) y no puedo olvidar un texto suyo sobre el mecanismo de escritura de L. F. Céline y la respiración asmática, o Soleil noir sobre la melancolía y la Chose o respecto a cómo somos Extranjeros para nosotros mismos. En suma, leer que la palabra «dialéctica» es confusa, una suerte de «horror vacui» o una acumulación de absurdos o que no significa nada ni añade nada al progreso del pensamiento… me parece omnipotente, inmotivado y sumamente imbécil. No doy crédito a lo que resumes. Es «aburrida y poco sexy»… pues se acude a un bazar de lencería a que te enseñen a distanciarte del aburrimiento o a una divertida peep-show para rijosos compulsivos con muchas opciones. Es cierto en parte, hablar hoy de la dialéctica no es fácil. Pero saltar por encima de Heráclito de Éfeso, del Gorgias y el Teeteto de Platón, de Aristóteles, los estoicos, Hume, Kant, Fitche o de la Fenomenología del espíritu de G.W. Hegel o de la Dialéctica negativa de T.W. Adorno o torear sin manos a Karl Marx… me produce una inmensa indignación, una rabia incontenible. De igual modo, me parece una miserable indigencia ética la reducción «ad nauseam» de la fenomenología y el existencialismo para concluir que Heidegger… (quizá Bunge escribe con un exceso de Heineken) también deliraba. De tal suerte que menos entrevistas balsámicas para satisfacer lo yoico, el espejo, la incontinencia verbal y el narcisismo desenfrenado de algunos mandarines y más trabajo teórico. Por mi parte, con toda la modestia posible, manifestar mi razonable y radical desprecio a las naderías ácidas y ociosas de los «famosos» hacia los «famosos». En suma, Pablo, esperar que se tumben ambos próceres en el diván de un buen psicoanalista o a producir texto y enmudecer. El silencio, pues.
– Según mi experiencia, una buena parte de la sociedad presenta una actitud bastante hostil hacia el Arte Contemporáneo. Se argumenta la simplicidad de su técnica, en ocasiones la banalidad de los temas, la actitud pedante y elitista, o su naturaleza críptica. ¿Consideras que, en parte, es un problema de conocimientos/sensibilidad por parte del lector/espectador? En tus clases en la Facultad de Bellas Artes, ¿como interactùan en general los alumnos con las obras de Arte Contemporáneo?
Es cierto… la hostilidad, el desprecio o lo que es más letal, el desinterés absoluto de las amplias masas atraviesa y fractura los anchos terrenos posibles del arte contemporáneo. Siendo muy voluntariamente sintético, en virtud de la reducción de lo decible, cabe tener en cuenta que, por ejemplo, la pintura se vio seriamente amenazada por la fotografía y por el cinematógrafo en el siglo XIX y se asomó al siglo XX con un feroz cambio de paradigma: de la imagen identificatoria con «lo narrativo» o «lo figurativo» (y del conjunto de la Historia del Arte), expresando un mundo “narrativo” y reconocible durante siglos, a la representación ajena, excéntrica, extraña e ilegible de «lo abstracto». Expresar tan sólo el deseo de un artista, de un sujeto que representaba otro mundo, otro discurso y en claves opacas al espectador fue devastador, un incendio inextinguible. ¿Cuántas veces hemos oído… «esto lo hago yo o lo pinta mi hijo pequeño igual, vamos» con las complejas representaciones de Braque, Miró o Picasso? Las acuarelas abstractas de Kandinsky arrancan en la década de los años diez del siglo XX y todavía estamos quietos sobre lo mismo. Para el «sector» artístico tal escisión está naturalizada, cicatrizada, pero para el espectador de las amplias masas permanece el tópico de la simplicidad/la banalidad/la pedantería y el elitismo/la actitud críptica del Arte Contemporáneo y su deslizamiento o decantación respecto a lo comprensible de la figuración y lo inasible de la abstracción. Es un problema que nace y crece desde la hegemonía estética burguesa, permisible de las clases dominantes donde se muestra, de manera transparente, que «sus» ideas dominantes…»en todo», también en la cultura, son las ideas transmitidas y decididas por la clase dominante. ¿Cómo reaccionan mis alumnos frente a ello? Sin ningún problema, absolutamente ninguno. Comprenden y aceptan el conjunto de la Hª del Arte, comprenden y aceptan la fisura abierta por las vanguardias en los primeros quince/veinte años del siglo XX, comprenden y aceptan (con alguna resistencia) el gesto de configuración de, por ejemplo, Marcel Duchamp sobre ese denegar la tradición, «la pintura», supongo que porque todo ello forma parte indisoluble del microclima de su formación universitaria. Ninguna extrañeza en ellos, pues. Sin embargo, esos mismos alumnos, que aceptan los excesos, desatinos y las trampas (que también las hay) en las manifestaciones artísticas contemporáneas (ahorraré ejemplos), no toleran bien o, simplemente, rechazan las películas de los Straub, de Lynch o de H. J Syberberg… Sólo dejo enunciada tamaña paradoja.
– Si no me equivoco, corrígeme si es así, los temas que más te interesan desde hace tiempo son el psicoanálisis, la poesía y la semiótica. La pregunta es tan sencilla como directa: ¿Por qué? ¿Qué te aportan estos saberes que no te ofrecen otros? Con respecto al psicoanálisis y a la semiótica, ¿alguna lectura introductoria que recomiendes a un posible lector de esta entrevista interesado pero lego en la materia?
Restringiré todavía más, si me lo permites, Pablo, ese campo semántico abierto de mis deseos (o de los nudos psíquicos que se reiteran y persisten) a dos: el psicoanálisis y la poesía (tal vez la literatura). La semiótica (o la semiopragmática), ha invadido muchos aspectos de mi avatar intelectual, pero se involucra muy poco en mi vida diaria y mis preocupaciones recurrentes respecto a ella son, tan sólo, un señuelo o un potente y funcional instrumento analítico. Sin más. Por cierto, razonablemente acotable. No así la «polinización» constante que revisten el psicoanálisis y la poesía, que atraviesan toda mi vida desde hace muchos años (tal vez cuarenta) y con visibles consecuencias emocionales, intelectuales o culturales. Una disciplina, el psicoanálisis, me tuvo, firme y quieto, en un diván durante catorce años y reparó y restableció todas y cada una de las terminales que me alejaron un día del principio de maduración psíquica y del principio de realidad activa. Mi escritura poética se adscribe a los logros, avances y restituciones que me proporcionó el análisis. De facto, mi primer libro de poesía, Instrucciones para mirar el silencio (1999), no pude materializarlo sino tras años de análisis, tras acceder a esa estratificación desvelada de mis conflictos psíquicos. El libro está recorrido por tal decisiva «corriente alterna». ¿Qué sucede con el discurso artístico o el cinematográfico, objeto de mis clases? Ambos los estudio permanentemente, los imparto, se refinan y mi posición es de absoluta dedicación y disponibilidad… pero con cautelas, con un resto de hastío que no permito que aflore nunca. ¿Qué textos proponer para iniciar la ruta del psicoanálisis? Pues una buena biografía de S. Freud, quizá la de Peter Gay (creo que en Paidós) y tres textos fundacionales: La interpretación de los sueños, Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con lo inconsciente en la edición de las Obras Completas de Luís López-Ballesteros de Biblioteca Nueva. Sobre poesía, dejarse llevar por la música y la intuición. Cualquier poema o autor remiten, como en una bóveda de cristal, a otro poema y otro autor. En suma, aprender a orientarse por uno mismo.
– Del mismo modo que Santos Zunzunegui considera a John Ford «el más grande artista americano del siglo XX», o Gianni Amico en «Prima della Rivoluzione», de Bernardo Bertolucci, gritaba «No se puede vivir sin Rosellini». ¿Cuáles son tus cineastas de cabecera? Es decir, ¿cuáles te han resultado y resultan especialmente estimulantes y emocionantes?
Conozco a Santos desde hace muchos años y sé que ha «pensado muy bien» lo que dice. Sin embargo, carezco de capacidad y de entrega para la práctica del fetichismo fílmico y aborrezco de la cinefilia, del orinarse de gusto… tipo J.L. Garci… ante un plano, la bajada de una escalera, un film o un cineasta ante quien postrarse de rodillas y en actitud orante o penitente. Me parece una banalidad exhibicionista que conduce a un cul-de-sac escópico. Es cierto, no obstante, que tantos años de pulsiones escópicas dejan huella. Me han estimulado mucho cineastas como Carl Th. Dreyer y Griffith y Murnau y Chaplin y Preston Sturges y Orson Welles y Jean Renoir, Ozu y John Ford muy especialmente y Bud Boetticher y Anthony Mann y Hawks-Walsh-King Vidor y superlativamente Jean-Luc Godard, Bresson y Alain Resnais y Vertov y Theo Angelopoulos y Fernando Fernán Gómez y Edgar Neville y Terence Davis y mucho, mucho Roberto Rossellini… pero esto no deja de ser un hit parade obsceno, porque cualquier lista es absolutamente parcial, no sirve para calibrar bien mi vínculo con «lo fílmico», sino tan sólo para recordar a los que he olvidado y deberían estar (el caso de Lanzmann, de J.L. Guerín, el de Pere Portabella o Joaquín Jordá, el de Erice, el de Haneke, los Straub, Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Lang, Hanoun, P.P. Pasolini, Vittorio de Sica, Raul Ruiz… (me es imposible continuar con este “pase de modelos…”) o los hermanos Mitchell y Gerard Damiano en el porno… y tantos placeres encontrados) Escrito lo ya escrito no quiero volver sobre los nombres para no descubrir los que todavía faltan y sí plantear que prefiero hablar de sus «discursos» más que de «sus nombres» ¿Películas? por alguna razón incomprensible o muy comprensible pero que dejaré sin argumentar, Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1953) y Gertrud (Carl Th. Dreyer, 1964) son las películas que he visto más veces en toda mi vida de espectador. Ambas no son las únicas, es evidente, pero resulta significativa la frecuentación. ¿Otras películas? Sucede lo mismo que con los cineastas que prefiero o que me interesan, no quisiera calcular las que omito. No obstante, sí quiero añadir que ahora veo en mi casa, más que películas completas, fragmentos, secuencias, aperturas y cierres, planos, travellings o desplazamientos de cámara…
– Para finalizar la entrevista, me gustaría conocer tu opinión general sobre algunas películas estrenadas en los últimos años. La respuesta puede ser lo extensa o breve que consideres.
Quiero agradecerte (y mucho) la paciencia que has mostrado, tus potentes preguntas, que me han obligado a reelaborar algunas cuestiones casi olvidadas, y el tono de calidez y amistad entre ambos a lo largo de este juego estimulante del yo/tú – tú/yo. Muchas gracias, Pablo. Quisiera recordar ahora que en la medievalidad se trazaba una nítida línea de demarcación entre la «opinión» (cosa derivada del común de las gentes iletradas) y el «juicio» (cosa tan sólo accesible a los sabios y los justos), o recordar la distinción en el mundo clásico, que tú has traído a la entrevista muy notablemente, entre la doxa (opinión) y la episteme (conocimiento). Sólo pensar en nuestros opinadores de nómina y cabecera televisiva me produce temblores. Bien, quieres «una opinión» y me permitirás que utilice de nuevo esa expresión de la semiopragmática respecto a lo que supone la «reducción de lo decible». Por tanto, una opinión brevísima… si puedo frenar a tiempo, como un simple telegrafista… con un aforismo salvaje o un haiku o con un slogan publicitario. Veamos:
–“The tree of life” (2011) de Terence Mallick
Muy sobrevalorado. Convertido en un mito antes de tiempo. Lo único que me interesa de su cinematografía es Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978). Su retiro y su arranque de nuevo en 1998 abrieron el paso y convocaron “películas bellas”, ampulosas y conservadoras. Una de estas, sin duda, para mí, es la que mencionas. En suma, un Salinger de segunda mano.
– Las útimas películas de Lars Von Trier como “Nymphomaniac” (2013), “Melancholia” (2011) o “Antichrist” (2009).
No me interesan absolutamente nada ninguna de las tres, pero me despisté algo menos en Melancolía. Este es otro caso ilustre de sobrevaloración, que clama contemporáneamente más por la pobreza de las producciones cinematográficas actuales y la reducción de la competencia entre cineastas de cierto valor. Cada vez es menor, si la comparamos con la de los cineastas en los años 30 y 40. La pirotecnia de sus puestas en escena, los desplantes, bravuconadas o declaraciones lamentables y tibias sobre el fascismo del tal Trier me alejan absolutamente, me irritan y enfrían la empatía. Conviene recordar ahora sus rebeliones post-adolescentes con el grupo Dogma y dónde está toda aquella «pureza» transformada hoy en divismo, atrezzo y logorrea.
– “Inglourious Basterds” (2009) y “Django Unchained” (2012) de Quentin Tarantino
Lamento repetirme, Pablo, pero más allá de Reservoir dogs (1992, en donde se sigue la acertada prescripción de Hemingway respecto a cuánto se tarda en morir con una bala en las tripas… todo un detalle) y Jackie Brown (1997, un buen homenaje al blaxploitation, exploitation o sexploitation con Pam Grier), no suelo reírme con sus histrionismos. Me quedo con secuencias (de las que salpican Pulp Fiction, 1994 o el espléndido arranque «fordiano» de Inglorius Basterds), me quedo con la música de sus primeros films y me quedo con su faceta de productor o-chico-listo-y-lo-que-fuere-menester de los Miramax (para Wong Kar-Wai o Kitano…) y basta. No diré que limita con la Tarantinez, pero me genera un cansancio absoluto la contemplación de tanto exceso inmotivado.
– Las dos últimas películas de Jean-Luc Godard: “Film Socialisme” (2010) y “Adieu au Langage” (2014)
En una humilde hoja que se asemeja a un panfleto de los impresos contra el franquismo, Víctor Erice escribió en Marzo de 1999: «Hoc opus, hic labor est»… «probablemente uno de los últimos grandes directores de la historia del cine, Jean-Luc Godard, grande en el mismo sentido que lo fueron Eisenstein o Murnau, cuyas creaciones no sólo expresan el arte cinematográfico, sino que a la vez, en un mismo movimiento, establecen su teoría (…) No es aventurado afirmar que, en épocas futuras, cuando los estudiosos de cualquier especie y lugar pretendan conocer algunas de las pasiones que han consumido al hombre occidental en la segunda mitad del siglo XX, las películas de este cineasta solitario, sin escuela ni descendencia verdaderas, constituirán un valioso testimonio (…) Si algo puede definir el conjunto de su trayectoria es el hecho de haber sido uno de los protagonistas de la Modernidad, sin duda quien más y mejor la ha encarnado (…) Ha pagado más de un precio; entre otros ser sujeto permanente de polémica, ver constantemente balancearse sus obras entre la exaltación y el rechazo crítico más absolutos, primero; entre la descalificación y el silencio, más o menos generalizado, después. Pero Godard ha seguido su camino (…)». Durante años, de una fosa común, un poco a la manera del Doctor Frankenstein, J-L. Godard ha ido extrayendo con paciencia, hasta formar con ellas un cuerpo único, las imágenes de un arte en vías de desaparición y las de un siglo que llega a su fin. En lo que escribe Víctor Erice parece palpitar un orgullo razonado, una preferencia serena por este cineasta y comparto, plenamente, ambos gestos. No son, pues, Film Socialisme/Adieu au Langage (por cierto, creo que hay algo más «entre», como dirían Deleuze y el propio Godard), es su propia convicción, que también comparto, cuando Godard dice que él no hace películas, hace cine. Pocos cineastas del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI se han planteado y han perseverado tanto como Jean-Luc Godard en que el cine es una forma que piensa.
– “Lincoln” (2012) de Steven Spielberg
No la he visto, ni en el cine ni en los sucesivos pases televisivos. Te diré, a mayor abundamiento, que cada vez voy menos al cine y cuando lo hago es porque me empujan mis alumnos. Mi deseo es ir reduciendo a «lo esencial» el rito de la sala oscura. En este caso concreto, no deseo ver la película que me propones…
– “Gravity” (2013) de Alfonso Cuaron
Muy interesante, muy potente la propuesta y su dispositivo escénico, que mantiene la tensión del relato entre los polos de la inestabilidad, el azar, el riesgo, la probable catástrofe y el final feliz.
– “La Vie d’Adèle” (2013) de Abdellatif Kechiche
Todavía no he podido verla, pero he leído críticas muy estimulantes.
– “Cosmopolis” (2012) de David Cronenberg
Me han interesado mucho varias películas suyas, de un cineasta al que le encaja como un guante la expresión de Spinoza (et al.) «nadie sabe lo que puede un/el cuerpo». Desde luego me han interesado mucho Rabia (1977), Videodrome (1983), la muy notable lectura que hace de W. Burroughs en El almuerzo desnudo (1991), Crash (1996)… y su flexibilización fílmica, que ha ido adelgazando el horror, la carne o la violencia, hasta desembocar, muy refinadamente, en Una historia de violencia (2005). Pero me decepcionó e indignó mucho Un método peligroso (2011) porque conocía bien la literatura “histórica” que rodeaba su relato y tenía curiosidad por cómo la había encuadrado. Me pareció un falso equilibrio entre el tópico-1 y el tópico-2 dejando al acecho el tópico-3. No he visto Cosmópolis aunque tal vez lo haga, bien es cierto que sin mucho entusiasmo.
– “The Wolf of Wall Street” (2013) de Martin Scorsese
Martin Scorsese es un «miembro honorario» de lo que una muy rigurosa publicación española ya extinta, La Mirada, calificó premonitoriamente como «los cachorros de Carter»: Paul Schrader, Spielberg, Lucas, Milius, Brian de Palma, ¿Bogdanovich?, Coppola, Scorsese… que irrumpieron en la década de los años setenta en aquel «neo-hollywood» para prolongar, administrar y exprimir la resaca o los réditos obtenidos por los «nuevos cines» en Europa durante la década de los años cincuenta/sesenta. Para abreviar, estimo que de todos ellos tan sólo Scorsese y Coppola perseveran y perturban actualmente la tradición del cine clásico de estirpe hollywoodense sumando elementos, indicios y señales reconocibles e inteligentes para salir del puro simulacro, del manierismo y la clonación postmoderna. Scorsese ha fabricado piezas memorables (y, por supuesto, memorizables) para el cine moderno: Malas calles (1973) y Taxi Driver (con el acierto de atraer a su proyecto al músico y compositor Bernard Herrmann, 1976), la muy descentrada El rey de la comedia (1982), con Jerry Lewis vuelto del revés o su incursión en los argumentos mafiosos con Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995), además de la muy brillante coreografía de Gangs of New York (2002), un ballet deslumbrante y canalla, y Hugo (2011), un refinado regreso a Méliès, al origen, a ese viento primigenio que ha fecundado el avatar cinematográfico desde su misma fundación. Creo que The Wolf of Wall Street es una comedia brillante en el eje o en la órbita mestiza de Lubitsch, Sturges, Leisen, Kanin e incluso Tashlin… (los hermanos Cohen hicieron lo mismo tiempo ha con El gran salto en 1994), pero, aún siendo un homenaje al cine de los años treinta y cuarenta no me emociona su reivindicación del pillo, del listo, del cínico y ganador-pese-a-la-adversidad-y-la-derrota. Sí me emociona el probado interés de Scorsese por la música de Dylan, por el blues, el neorrealismo italiano, el cine clásico de Hollywood y los Rolling Stones. Creo que Shine a Light (2008) y The Last Waltz (1978), son, ambas, unas muy inteligentes y perspicaces pruebas de cómo afrontar fílmicamente conciertos que no degeneren en video-clips clónicos.
– “La grande bellezza” (2013) de Paolo Sorrentino
Entre los muchos escritos espléndidos de Serge Daney, hay varios fragmentos en su libro La Rampe (1983) a los que vuelvo con cierta frecuencia. Daney pudo subrayar que hay una «moral de los procedimientos» en el cinematógrafo y una «ética de la imagen» (que surge, tal vez, por oposición al ominoso travelling de Kapò (1959) de Gillo Pontecorvo). Comparto plenamente ambos gestos de configuración y, si cabe, ahora todavía más. Insistió mucho, al referirse al cine moderno, que fue necesaria una nueva escenografía donde la imagen funcionara como superficie, sin profundidad simulada, sin argucias, sin salida. Muro, hoja de papel, tela, cuadro negro, simplemente un espejo. Un espejo donde el espectador captaría su propia mirada como la de un intruso, como «una mirada de más». La pregunta central de esa escenografía ya no es «¿qué hay para ver detrás?», como sucedía en el cine clásico, sino, más bien, «¿puedo sostener con la mirada aquello que, de todos modos, veo y que se despliega en un solo plano?». En suma, se trata de afrontar una «escenografía de la obscenidad», una «democracia visual de la devastación». Eso es lo que me produce ver La grande bellezza: obscenidad y devastación. Hacía varios años que no me sentía tan interpelado por una película, pero en la Facultad se me han acercado muchos compañeros (muchísimos) preguntándome si me parecía una obra maestra, si me había gustado y he podido oír confidencias del tipo «la mejor película que he visto en muchos años» o «supongo que serás de la banda (o del bando) de Sorrentino» o, ya estremecido, un compañero me dijo que «le había cambiado la vida». Salvando exageraciones discursivas derivadas del entusiasmo, me ha resultado difícil gestionar las miradas de rechazo cuando acertaba a decir «no es para tanto o esto también pasará o Never More». Federico Fellini, un obvio mundo referencial para Sorrentino, «sabía» contar cuentos de hadas pero La grande bellezza se salta la moral de los procedimientos, la ética de las imágenes, es pura superficie exhibiendo trampas, «fakes», es vacua, la mirada de un «mirón» simplemente turística, y trabaja sobre la devastación y la decadencia con una sonrisa. Para mí no es el camino a transitar para el cine contemporáneo. En definitiva, Pablo, mi posición sobre el cine actual, de hoy, es melancólica, amarga, distante, abatida… y mi «lugar crítico» quizá se ha movido hacia el desinterés, pero sigue rigiéndose, entre muchos textos digeridos (los hay soberbios de George Steiner sobre la crítica), por una frase cortante de Karl Marx (que ya he citado antes y cito hasta la extenuación) escrita en el prólogo de uno de sus textos, una frase que he procurado no olvidar en todos estos años de escritura: la crítica (cualquier crítica de cualquier discurso artístico) «no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión”.
Mil gracias por tu tiempo, y un fuerte abrazo.
Un comentario en ««La crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión»»
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