Hazlo por Schopenhauer: Dos viejecitas y una amistad verdadera

Hacía un buen día. Las dos viejecitas estaban sentadas en un banco, como habitual. En silencio, con los ojos cerrados, una suave brisa les acariciaba sus cuatro pelos blancos. Tomando el sol tan ricamente. 

De pronto, la más viejecita entreabrió los ojos y se quedó mirando fijamente a la otra. 

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Cómo sabes tú que estoy pensando en algo?

– Se te mueven las pestañas, cuando piensas.

– Qué bien me conoces. Ya no hay misterio entre nosotras.

– Algo queda.

– No sé por qué me ha venido a la mente aquel verano.

– Vaya…

– De cuando empezó a ir todo mal, cuando tenía tantos frentes abiertos.

– Tantos…

– Yo necesitaba tanto a la gente

– y todos huían de ti como de la peste…

– como de la peste bubónica.

– del primero al último.

– Del último al primero. Hubo gente que ni siquiera me preguntó cómo me iba, cómo lo llevaba. ¡Ni una sola vez! Algunos sabían, de buena tinta, que estaba sufriendo y ni se inmutaron.

– Alguno que otro te dijo: «Cuídate».

– Menudo apoyo.

– ¿No hubo una que te contó su experiencia?

– Ah, sí. Porque en este tipo de casos todo el mundo tira de su propio bagaje aunque nada tenga que ver con el tuyo. «Me dejó un chico del que yo estaba locamente enamorada. Me dejó sin mediar palabra y no supe nunca más de él. Estuve sufriendo hondamente durante un año entero. Tú vas a sufrir durante un año entero».

– Y la tía loca va y te aconseja, a ti y a su mejor amigo, que lo mejor es que cortaseis el contacto de raíz, que no hablarais las cosas.

– ¡¡Me aconsejó justo lo que le había hecho sufrir tanto a ella!!

– Qué trastornada estaba, la pobrecilla.

– O como aquella que me llamó una vez, la primera en todo el verano. Yo andaba hundida en la miseria y todo cuanto hizo ella fue decirme con voz meliflua: «Deberías ir a un psicólogo». Después de esa llamada, no volvió a contactarme, la muy bruja.

– Qué lástima.

– Mientras tanto, yo andaba mendigando cualquier tipo de encuentro, salir por ahí, que alguien me sacase fuera, a la vida. Porque en casa estaba todo a oscuras.

– Todo el mundo pasó de ti como del aire.

– Y si sólo fuera eso… Me tropecé con malas sombras, que me trataron con condescendencia, con malicia. Como aquel abogado, o la traductora alemana que, aun a sabiendas que estaba al borde del precipicio, me hizo una mala crítica

– , despiadada,

– de mi obra. ¡En semejantes circunstancias!

– Algo debió de zarandearla, algo de tu obra le hizo daño.

– En la vida cotidiana, las relaciones suelen ser básicamente superficiales, y no conoces los recovecos.

– Ni los rescoldos.

– Ahí, pero en según que contextos ves aspectos de la gente que, de otra manera, jamás saldrían a relucir. Total, que llegó un punto que miraba a la gente y les hacía una radiografía.

– Las ratas abandonaron el barco.

– Y yo me aislé cuando más necesitaba estar rodeada de amigos, de humanidad.

– Cuando las cosas se ponen feas, la gente huye de ti como de la peste.

– Las cucarachas escampan. Por suerte, también caen ángeles del cielo.

– Entre medias hay poco margen. Poca gente, entre las cucarachas y los ángeles caídos del cielo.

– Quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Porque un amigo es oro. Un amigo es una bellísima persona que se queda a tu lado cuando el resto huye.

Las dos viejecitas cierran sus ojos al unísono, sonríen, sintiendo de nuevo el sol en sus ajadas mejillas. La más viejecita reposa su mano sobre la mano de la aún más viejecita. 

– Y desde entonces…

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