Alguien de Barcelona me dice justo una semana después de que se declarara el estado de alerta lo siguiente: «Hemos estado demasiado despistados», o lo que es lo mismo, no hemos sabido disfrutar de la vida. El hecho de que hablase en plural no es gratuito. La mayoría, en efecto, no ha sabido. La mayoría de barceloneses.
Al cabo de unas semanas pensé que quizá en verano las cosas iban a cambiar. Que, debido al confinamiento, la gente saldría con ganas. Que quizá se produciría una especie de revolución a lo años veinte. Salir, relacionarse, beber, reír, follar. Desenfreno, bailar hasta que te duelan los huesos, ir un poco al límite, vamos.
Tal vez esto suceda en ciudades como Madrid o Berlín, donde sus habitantes ya están acostumbrados a vivir la vida en su sentido más pleno. Sin embargo, la práctica del carpe diem no es lo habitual en la Barcelona cateta. De hecho, estoy segura de que, después del encierro, ya en verano, los barceloneses se volverán todavía más endogámicos, si eso es humanamente posible…
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Barcelona, ciudad de fenicios, se ha sabido siempre vender muy bien. Que si es una ciudad vanguardista, que si tiene mucha marcha… Barcelona es tan cool [1].
La realidad es otra. En la fiesta del 25 aniversario del sello discográfico Jabalina, concierto de Parade y Doble Pletina, éramos cuatro pelagatos.
En esta ocasión voy a ir a lo personal que, por otro lado, a la gente le interesa mucho. Más que la reflexión.
Llevo gran parte de mi vida en Barcelona y puedo contar, con los dedos de una mano, las personas con las que he conectado en esta ciudad. Qué triste, ¿verdad? Ahora bien, me niego a pensar que la culpa sea sólo mía. Durante mi estancia en Viena, conocí a harto gente y conecté con muchas personas, extraordinarias, diferentes. Pero aquí, en Barcelona, la gente es tan normalita, tan pequeño-burguesa, tan aburrida. No tienen imaginación. No se ríen. La vida les pasa de refilón, como queriendo evitar el contacto.
Del trabajo a casa, de casa al trabajo.
Del trabajo a casa.
Me pongo Netflix y me la casco.
Miro el WhatsApp y me la vuelvo a cascar.
Eso es todo lo que pasa en Barcelona.
Sí, señoras y caballeros. Entre semana, al véspero, las calles se vacían, por no hablar de los bares, dónde sólo se encuentran guiris y extranjeros residentes. Cuando cierran los comercios, los barcelonitos se han ido todos a casa.
Barcelona es un cementerio social. Barcelona, ciudad de momias embalsamadas. Parece el escenario de La Invasión de los ultracuerpos.
¡Qué desgracia! La ciudad ha perdido lo más grande que comparten todas y cada una de las localidades españolas fuera de la comunidad autónoma de Cataluña, ¡qué digo!, el planeta entero: disfrutar de la vida con los amigos, la pareja o la familia en los bares, cafeterías o restaurantes después de la jornada laboral.
Y me no vengan ustedes ahora y me digan que aquí se trabaja mucho -que, por otro lado, la frase hecha Escalfar la cadira no es gratuita del proceder laboral de los catalanitos-, porque aquí se está explotado como en cualquier otro rincón de España. Y eso no quita que la gente salga a tomarse unas cañas después del tajo.
Also, gente normalita, pequeño-burguesa, tediosa.
[1]Sí, cool, de culo.