El paraje nada tenía que ver con la imagen anclada en mi cabeza de un campo de concentración. Aquella imagen que se había reafirmado un año antes al visitar el campo de Sachsenhausen, en las cercanías de Berlín.
Ambos campos contaban con imponentes murallas que los rodeaban. Tenían el aspecto de las fortalezas medievales, pero en las piedras no había el más mínimo atisbo del paso del tiempo, como si hubiesen sido colocadas apenas unos minutos antes. Como si el Holocausto estuviera sucediendo ahora mismo, allí, en el campo de concentración de Mauthausen (Austria).
Me giré, de espaldas a los muros, y no podía creer lo que veía. El paraje era hermoso, prácticamente idílico. El verde de los prados era casi fosforito. No me lo esperaba. Fue un choque. Aquel lugar de extremada belleza había sido el mismísimo infierno.
Sin embargo, lo que me zarandeó fue que el exterior del campo estaba repleto de monumentos conmemorativos, algunos de ellos verdaderas piezas de arte. Que embellecían aún más el lugar.
Era un día lluvioso. Antes de adentrarnos en el interior del campo, la guía del memorial nos llevó a la cantera. Era un lugar que yo conocía gracias al trabajo excepcional de los documentalistas Montse Armengou y Ricard Belis, El convoy de los 927 (2004). Pero, de nuevo, nada tenía que ver con la imagen que conservaba en mi memoria. Me topé de bruces con más belleza.
Casi extasiada ante la espléndida naturaleza que circundaba el lugar donde tantos españoles trabajaron hasta la muerte. Félix Quesada, prisionero superviviente del campo, dijo en una ocasión: “Cada piedra de Mauthausen está firmada por un español con sangre”[1]. Imaginé cómo sería ese lugar hermoso en invierno. El gélido frío. Los sabañones. Las piedras rompiéndose en mil pedazos al caer por las escaleras de la muerte, como huesos astillados. Aquellas que algunos supervivientes habían comparado con la del film de Fritz Lang, Metropolis[2].
De nuevo arriba y de camino al interior del campo, sentí un vaivén de emociones que se abrían paso a codazos. Mientras recorríamos el camino, las estatuas y placas conmemorativas nos acompañaban, como si quisieran asegurarse de que no olvidásemos. De pronto, una sensación de extrañeza me agarró por el hombro. Y un escalofrío me recorrió la espalda, como una navaja recién afilada.
Y luego, al entrar en el recinto del campo todo se volvió gris.
Lo escalofriante era verlo tan vacío, cuando todos sabíamos que había estado atestado de presos.
Visitamos los hornos, que tenían el aspecto de ataúdes. Las salas en las que se encontraban eran relativamente pequeñas. Por supuesto, no fotografié nada.
Nos adentramos en el museo, que se encontraba en uno de los barracones que habían dejado en pie. Me quedé clavada frente a unas fotos de los asesinos. Unos dirigentes de las SS y la GESTAPO. Parecían tipos normales, con cara de vecino de al lado. Uno de ellos incluso sonreía. Tenía aspecto de estrella de Hollywood, resplandeciente. Pero junto a él, había otro. Por su mirada opaca se filtraba el alma del diablo, los restos más sádicos, repulsivos y putrefactos del ser humano.
Después de la visita al campo, decidimos echar una ojeada en el pueblo de Mauthausen, a pocos kilómetros. No me lo podía creer. De repente, parecía que habíamos viajado hasta Disneylandia.
Mauthausen, a la vera de un río, es un pueblecito lleno de encanto. Conserva en muy buen estado la mayoría de sus edificios antiguos, así como su iglesia.
Mauthausen. Un sitio tranquilo, ideal para una visita rápida de unas pocas horas. Un lugar que nos recuerda que la belleza no es nada, si no hay humanidad.
Sobrecogedor. Jamás unas imágenes me habían transportado con tanta fuerza a otro lugar. Felicidades por esta maravilla.