DNA: «A Taste Of DNA» (American Clavé, 1981)

DNA foto 1Una de las propuestas más impactantes y recordadas de la no wave neoyorquina, si hubiera que escoger una obra para representar de esta corriente en toda su esencia, A Taste Of DNA (American Clavé, 1981) tendría todas las papeletas. El gran documento de esa cédula de impactantes sonoridades angulosas llamada DNA, con este EP y el split single You & You (Lust / Unlust, 1978), como únicos discos en estudio de la banda -también formaron parte del obligatorio disco conjunto, perpetrado por Brian Eno junto a The Contortions, Teenage Jesus And The Jerks y Mars-, DNA dejaron constancia de un sonido donde, al igual que sus contemporáneos, la palabra “ruido” adquiere  connotaciones artísticas y curativas; eso sí, a través de terapia de choque. Sin embargo, a diferencia de otros terroristas, como Teenage Jesus & The Jerks y Mars-, DNA contaban con una percepción más matemática del ritmo. Todo suena tribal y caótico, sí, pero también transciende una necesidad por jugar con los silencios que no tenían la mayoría de sus contemporáneos de generación.

 Con Arto Lindsay como gran maestro de exorcismos, DNA dan rienda suelta a arrebatos de  avant-garde rabioso, donde las líneas de bajo angulosas de Tim Wright -ex Pere Ubu- y la batería tan ceremoniosa como tribal de Ikue Mori dibujan una jungla de libertad creativa, por la que rondan anunciando tormenta los brotes de electricidad atonal, e irregular, de la guitarra de Lindsay, quien hace fluir la electricidad como si se hiciera el harakiri a cámara lenta. Sus puñaladas van hacia dentro. Lo que suenan son los tajos en su propia piel. Wright entiende al dedillo la disposición suicida de su compañero y le va creando un entorno ideal, por medio de esquinas espaciales como quien sigue a su presa en una película montada a diferentes velocidades.

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El trío no tiene ningún interés por crear canciones cerradas. DNA prefieren esbozar trozos de su sonido, para que cada uno pueda estirarlos en su mente hasta la misma psicosis, una muy lenta que sobrepasa el límite de espasmódico ritual vírico, que se palpa a cada jirón hecho trizas o exabrupto estirado hasta la misma consciencia de un estado en trance. DNA hacen música de sensaciones, el impacto físico-mental de sus ataques remiten a un tribalismo espiritual donde el corazón africano planta sus carótidas rítmicas en el alma de un ritual asiático. ¿No New York meets world music? Posiblemente, y tras comprobar la pródiga investigación posterior de Lindsay por los terrenos más exóticos, no cabe duda que en A Taste Of DNA se puede sentir cómo los continentes pueden juntarse por medio de un lenguaje arcaico, de los gestos. DNA hacían el verdadero rock del paleolítico. Lo suyo ya no era una vuelta a los orígenes tanto como la línea que traspasa esos orígenes hacia una fuente anterior: la del lenguaje universal más básico. ¿Palabras? ¿Melodías? Qué significaba eso cuándo en sus manos se encontraba la posibilidad de enseñar una nueva gramática de las sensaciones, por medio de un lenguaje que permitía al oyente poder borrar décadas de rock, para concederle la oportunidad de mirar más allá de los horizontes, donde la música es una expresión vital y no una continua adaptación de los patrones blues. DNA no tenía respeto por las terribles convenciones. Les importaba un pito la historia, que te obliga a ser un eslabón más. Ellos rompieron la cadena, aunque muchos no se enteraron. Sin embargo, como todo lo inolvidable, A Taste Of DNA siempre estará a mano para recordarnos el circular frenesí rítmico de ‘Blonde Red Head’ -título que daría nombre a un grupo tan interesante como Blonde Redhead-; las notas alargadas, hasta dejarlas morir, de ‘Lying In The Sofa Or Die’; el desquiciante, e inesperado, uso indiscriminado de los cambios de ritmo -‘New Fast’- y su particular adaptación de la tradicional forma de la poesía japonesa, el haiku, como hilo vertebrador de las cadencias vocales revestidas de fiereza animal de Lindsay, tal como en ‘5:30’ y ‘New New’.

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Más aún que el resto de sus coetáneos neoyorkinos, La propia idiosincrasia anticomercial de su propuesta, unida a su carácter musical abstracto, provocaría que DNA interesasen más a gente relacionada con el mundo del arte que a las tribus del rock. Este hecho les cerraría en banda las puertas de una mayor repercusión más allá de los círculos de vanguardia de New York, dando por terminada  su aventura en 1982.

Al acabar esta expedición en búsqueda de nuevos parajes expresivos, Arto Lindsay prosiguió con un espíritu inquebrantable de inconformismo y experimentación, que le ha llevado a ser una de las figuras indispensables entre los iconoclastas de la música hecha en las últimas tres décadas, ya sea en solitario, con Lounge Lizards, o  Ambitious Lovers. De la música brasileira al jazz de colores, Lindsay no ha perdido su instinto asesino para seguir transfigurando las formas a su gusto. Por si no había quedado suficientemente claro, uno de los grandes investigadores de la música actual.