Siempre que vuelve Franco Battiato no queda más remedio que rascarse el bolsillo y acudir a la cita. Como la mejor receta médica, las experiencias que pueden cambiarte, y alegrarte, la vida nunca deben dejar escaparse. Desde luego, esta máxima se adscribe como tatuaje indeleble cuando nos referimos al siciliano. Así, el jueves 12 de marzo, el Palau de la Música de Barcelona fue testigo de uno de esos encuentros tan inolvidables. Ese fecha señalada pudo corroborarse que Battiato no envejece con los años, se hace más sabio. Es como si hubiera transcendido su forma humana para convertirse en un espíritu libre, innegociable. Su aura es inmensa e inspiradora. No cabe otra perspectiva ante lo que se vivió en las dos horas que duró su concierto.
Battiato se presentaba en su última encarnación -¿la última? Ni de broma-, junto a Pino ‘Pinaxa’ Pischelota y Carlo Guaitoli, sus paladines de esta gira. Como una travesía con diferentes rutas, el trío comenzó la noche haciendo un repaso de su último disco, Joe Patti’s Experimental Group (Universal, 2014). Nada más brotar la primera ventisca sintetizada, el Palau se convirtió en el paciente de una mesa de operaciones con Battiato como cirujano jefe. Cirugía del corazón, los ecos de su etapa experimental de los años ’70 tomaron nuevos matices. La piel de su perspectiva electrónica estiró la onda expansiva de la kosmische alemana, mientras la pervertía con un caudal de herramientas regeneradoras, como el dubstep y el pop hipnagógico. Ayudado por un sencillo, pero efectivo juego de luces, Battiato alcanzó el ideal de su música, desplegada durante aquellos años de descubrimiento de los métodos de Terry Riley y Stockhausen: convertir los sonidos en imágenes, literalmente. El espíritu de obras mayores, como Fetus (Bla Bla Records, 1972) y Clic (Bla Bla Records, 1974), se fusionó con una panorámica abierta del siglo XXI. Desde luego, la nostalgia no es el deporte favorito del italiano. Ni falta que hace.
Al llegar al final de este primer trayecto, la magia ya se podía palpar en cada esquina del Palau. Pero lo mejor aún estaba por venir. Sentado en su silla, sereno, como si pudiera congelar la velocidad del tiempo, Battiato se arrancó con un repertorio entre clásico y reciente, siempre tamizado por la propulsión sintetizada de su puesta en escena. Cada canción que cantaba era una invitación a la emoción más sobrecogedora. Es música para cerrar los ojos, soñar y bailar sobre una nube. No puede ser de otra manera ante piezas de belleza incólume como ‘Nómadas’, ‘Gli Ucelli’, ‘Prospettiva Nevski’, ‘La Estación de los Amores’, ‘Stati di Goia’ o ese gran clásico reciente, ‘Un Irresistible Reclamo’. La sucesión de canciones escogidas fue memorable. Battiato domina el corazón de la melodía como un nigromante los hechizos. Bueno, en realidad, él es un nigromante. Su capacidad para darle un giro más a todos los mecanismos internos de la melodía es fascinante. Incluso es capaz de recitar en alemán, remarcando las palabras hasta la exageración, y utilizarlo a su favor para rascar en lo más hondo de la epidermis.
Battiato es un universo en sí mismo, cada personalidad nueva va amoldándose a las ya conocidas. El resultado es un caleidoscopio de emociones simpar, majestuoso. Su ambivalencia entre la investigación sonora y su capacidad sobrehumana para tejer canciones, que se pegan con dulzura a la memoria, no tiene parangón en el mundo del pop actual. Sólo así puede cerrarse un concierto: primero haciendo bailar hasta las lámparas del Palau al son de ‘Voglio Verte Danzare’ para luego cerrar, definitivamente, la sucesión de bises -ya era el tercero- con ‘Propiedad Prohibida’, una trepanadora galopada de krautrock sintetizado.
A sus setenta años, Battiato volvió a demostrar que su propuesta sigue siendo imprescindible. Pasado, presente, futuro y el cosmos. Si alguien aún no sabe lo que es perderse en su torrente de sensaciones ingrávidas que no espere más: no es consciente de lo que se está perdiendo.