Hace poco que pude revisitar “Violent Cop” (Sono otoko, kyōbō ni tsuki, 1989), la primera película del gran Takeshi Kitano como director. Si bien tengo que reconocer que en su momento sólo me quedé con una sensación de violencia que me pareció desproporcionada, que no gratuita; tras volver a darle otra oportunidad, no me queda más que entonar un mea culpa. Pero qué equivocado estaba… Lo primero que me llamó la atención del revisionado es un hecho que en su momento pasé por alto, y que deviene como parte fundamental de esta película: en un principio, Kitano no era el director elegido para dirigirla. Es más, su traslado a la silla del director fue absolutamente fortuito, ya que el director principal, Kinji Fukasaku, enfermó poco antes del rodaje. Ante esta inesperada incidencia, la idea fue tan lúcida como desconcertante: pedirle al actor principal, Kitano, que se ocupase de reemplazarlo. Dicho y hecho, sólo por este detalle la relevancia de “Violent Cop” se sobredimensiona. No es por ser mala gente, pero os podríais haber imaginado qué hubiera pasado si Fukusaku no hubiera enfermado: seguramente, habríamos tenido que esperar varios años hasta que Kitano no hubiera descubierto la faceta que mejor se le da dentro de su gran paleta de ínfulas renacentistas. Quién sabe, igual nunca hubiera hecho “Sonatine” (Sonachine, 1993) o “Hana-Bi” (1997). Picos mayores del cine de estas tres últimas décadas. Pero ahora, a lo que vamos, que no es otra cosa que “Violent Cop”. En su momento, esta película ya dio mucho que hablar. Hay quien la vio como un simple blockbuster oriental de hostias a troche y moche. Pero no, aquí había mucha más chicha. O, por decirlo de una manera más certera, la violencia no era sino la metáfora de una sociedad enferma capaz de ser el única canal comunicativo de una persona; en este caso, el bestial agente Azuma, interpretado por un Kitano magistral. No en vano, en esta película ya define tres rasgos que ayudan a entender la forma tan característica de todos los personajes que ha interpretado desde entonces.
El primero de estos rasgos inconfundibles se refiere a sus andares a lo Chaplin. ¿Quién no recuerda los caminares de Chaplin en “El Chico” (The Kid, 1921) viendo a Kitando andar en la playa de “El verano de Kikujiro” (Kikujiro no Natsu, 1999)? Pues aquí ya está esa cualidad esencial. No hay más que ver los primeros fotogramas, con Kitano andando sobre ese puente mientras resuena una balalaika a cámara lenta. La segunda, esos diálogos sin palabras. Kitano corta las escenas antes de la respuesta, pero no se trata de un estúpido truco yanqui. Ni mucho menos. En su caso, siempre sabemos lo que va a pasar, no engaña a nadie. Pero nos lo muestra de una forma totalmente realista, acorde con el silencio intimidatorio que expresa todo su ser, como si albergara un gran secreto que nunca va a contar. En este caso, se trata de su hermana, de la que tiene que cuidar, un ser enfermo del que el propio Kitano acaba apiadándose en un momento trágico y desgarrador, que aporta el sentido shakesperiano que siempre regurgita entre los pliegues de todas y cada una de sus grandes películas.
En tercer lugar, no podemos dejar pasar esa mirada. De hecho, sus paralelismos con el Clint Eastwood de las películas del Oeste se hace más que representativo. Kitano expone toda la información necesaria con el más mínimo gesto. No necesita más que una ligera mueca, casi imperceptible, para entender todo lo que nos quiere transmitir. Su cuerpo es su lenguaje, y las palabras sus movimientos. En “Violent Cop” explota esta forma de expresión de forma soberbia. Desde el momento en que golpea a un sospechoso en el baño sin parar, de forma tan seca que hasta hace daño verlo tras la pantalla, hasta su manera entablar relación con todos los que lo rodean, siempre parco en palabras aunque mucho más expresivo cuando se trata de hacer fluir toda su agresividad ante su objetivo. A canalizar toda esta expresividad pausada ayuda su forma de dirigir, de cadencia tan oriental que sobrepasa la mera identificación natal. Como característica propia, en este sentido cuando “Violent Cop” se hace más violenta para el espectador no es por los momentos de acción, sino por esa forma de congelar los primeros planos en los rostros de los actores, hasta el punto que hacen pensar que la película se ha colgado. Pero no, lo que hace Kitano es precisamente mostrarnos las raíces de dónde se gesta la violencia que sacude a todos sus personajes. Son planos que nos permiten hacernos continuamente cómo van a explotar, pero nunca lo hacen exteriormente, sino de forma más atroz, interna.
Una joya a redescubrir, “Violent Cop” cuenta al menos con media docena de momentos sublimes. El humor también es parte fundamental, y Kitano lo utiliza de las más diferentes maneras, como en la escena en la que violan a su hermana. Ella está inerte y drogada. La violan como si fuera un maniquí, de forma patética. Mientras tanto, desde el fondo de la escena, los otros dos participantes de la orgía se dedican a romperse el futbolín en la cabeza por una discusión en la partida. Horror y humor en el mismo plano, Kitano consigue que desviemos la atención de la escena de la violación. Nos hace testigos de un acto depravado; pero, por otro lado, no pretende que el violador sea protagonista. Es una alimaña, le pone rostro y le desprecia no dejando que podamos ver disfrutar de su acto; por otro lado, ridículo, ya que nunca consigue una reacción de su víctima.
En resumidas cuentas, “Violent Cop” ofrece mucho más de lo que pueda parecer a primera vista. Es una película de las que plantean cuestiones y dejan la sensación de haber asistido ante un acto de arte totalmente personal, que llegó a cotas más generosas en inspiración con posteriores películas, pero que ya contiene ese germen de genio que ha hecho de Kitano uno de los autores más fascinantes de estos treinta últimos años.