Nunca está de más recordar la importancia vital de unos grandes como Can, y si lo es de su disco más fascinante, pues mejor que mejor, oye. Y en este caso, más que nunca; básicamente, porque no, no estoy hablando de los archimencionados, y también imperiales, Tago Mago (United Artists, 1971) o Future Days (United Artists, 1973), sino de Soon Over Babaluma, una poción ilimitada de placeres, incluso, siempre colocada algún escalón por debajo de los también sobresalientes Ege Bamyasi (United Artists, 1972) y Soundtracks (United Artists, 1970). ¿Y cómo se come esto? Pues tras reescuchar semejante flujo de ideas convertido en música, las dudas me siguen asaltando, aún más cuando estamos hablando de una obra puente hacia algunas de las músicas más excitantes de estos últimos cuarenta años. Pero de esto ya hablaremos más abajo, mientras me dejo llevar por cada una de los cinco movimientos que integran este bucle infinito de música selvaticósmica. Una colisión de conceptos terreno-espaciales que tras tantos años no ha sido superada ni en intenciones ni resultados.
Antes de adentrarnos en las mismas tripas de esta criatura, cabe ponerse en antecedentes. Así, hay que recordar que Tanto en Future Days como en Soon Over Babaluma, el flujo de ideas entre el Miles Davis eléctrico y Can había aumentado hasta niveles de absoluta telepatía afro-germánica. Pero sobre todo en este segundo LP: el puente que en 1974 cierra junto al Get Up With It (Columbia, 1974) de Miles Davis una de las etapas más fértiles en libertad creativa de la historia, sobre todo gracias al lustro imperial iniciado en 1969 tanto por Davis como por la formación alemana.
Para llegar hasta semejante aseveración, no hay más que acercarse por separado a cada uno de las cinco partes de esta obra -sinceramente, limitarlas al término “canción” sería como cercar su propia naturaleza en continua progresión-. De esta forma, Soon Over Babaluma se abre con ‘Dizzy Dizzy’, cuyo ritmo de dub acuoso, mezclado con la brisa lejana de violines, y la pulsión rítmica africana liposucionada hasta el hueso, cuaja en un genoma único, revelador, de sonidos, donde se puede llegar a atisbar la quietud del fourth world encapsulado en un hábitat revolucionado por el poder embriagador del ritmo naciente. Un acto de integración sublime de contrarios dentro de un mismo plano, que cuanto más irreal, más creíble resulta. Pura magia.
Pero esto no ha hecho más que comenzar. Así, ‘Come Sta, La Luna’ reproduce voces emergiendo desde el fondo del océano o naciendo con la brisa del viento. La lucha de los elementos muta en una comunión musical de extremos, que encuentran en la pausa del jazz latino una fuente ideal para desintegrarse en un halo fantasmagórico de sonidos casi irreales. Brotes de reggae, cascadas de pianos a la deriva y sobre todo esa polirritmia anestesiada, en perfecta comunión con un wah wah licuado en su expresión más mínima.
En cuanto a ‘Splash’, parece sacada directamente del Pangaea (Columbia, 1976)) de Miles Davis. Eso sí, donde en el disco de Davis crea la sensación de caos en constante movimiento, en la canción de Can toda la materia acumulada transmuta en un brainstorming ordenado de biorritmos nadando entre polos opuestos, pero siempre con el espacio necesario para que cada uno derive en nuevo cruce o inmersión hasta las mismas entrañas donde se calienta la jungla.
‘Splash’ son casi doce minutos donde la liturgia hendrixiana ha sido totalmente fagocitada en un cuerpo abierto, resplandeciente. La base inalterable de la percusión modela los tendones que engarzan todos los ligamentos sonoros. El resultado es una perpetua mutación que ni a la centésima escucha se ha agotado en posibilidades. Se trata de unos de esos casos únicos de alquimia sónica que provocan que nunca tengas la misma percepción de la canción. Un misterio tan fascinante que resultaría un suicidio intentar explicarlo. Pero ‘Chain Reaction’ es incluso mejor. Se trata de un safari al corazón de la selva africana a la caza y captura de sonidos recién germinados. Entre sus plieges, se pueden concretar absolutamente todos los tejidos que dan vida a la primera cara del Remain In Light (Sire, 1980) de Talking Heads. Además, también podemos constatar de donde proviene la brillante inserción de química sintetizada entre las hiper dinámicas africanas, lo que se dice la colisión germano-africana: los dos polos más opuestos del mundo creciendo bajo una misma luz. No hay que olvidar que de esta semilla germinó tanto la segunda parte del Low (RCA, 1977) de David Bowie como todo el My Life In The Bush Of Ghosts (E.G., 1980), la reveladora colaboración entre Brian Eno y David Byrne. Por si no fuera suficiente, su hipnótica cadencia repetitiva establece un claro precedente del house parido entre Chicago y Detroit en plenos años ’80. ¿Suficiente? Pues aún hay más.
Como último escalón antes de salir del paraíso, reluce ‘Quantum Physics’ como una estrella recién rescatada desde el estómago de un agujero negro. Su avistamiento se produce tras la absorción a la que se ve abocado la loca dinámica rítmica del corte anterior, ahora totalmente traspasado a una concepción más espacial. El tiempo se ralentiza, las manecillas del reloj caen a un abismo, y podemos sentir cada respiradero de la canción como un brote majestuoso de vida en constante movimiento. La eternidad del espacio se impone. Durante sus cuatro últimos minutos, está dando vueltas sobre sí misma, mientras crece una capa sintetizada que no desmerecería en el Cyborg (Ohr, 1973) de Klaus Schulze.
Del tribalismo más puro a la concepción de un futurismo galáctico, cada fibra de esta canción parece haber nacido con el fin de hilar una autopista totalmente autónoma hacia una dimensión nueva, deslumbrante. Un portal hacia un mundo onírico, donde los habitantes son sonidos que nos abrazan, se meten dentro de nosotros, nos amplían la percepción hasta niveles vertiginosos. Un mundo de Babaluma, en el que perderse bajo una piel renovada, delirante en su extrañeza.