El despertar de la adúltera*

El deseo de la mujer es un misterio. El delicioso órgano, a pesar de que debe su existencia a una mera función preservativa de la especie, posee una enorme capacidad de placer, infinitamente superior a la del hombre. Por ello, no resultaría difícil pensar que a mayor capacidad de placer, mayor promiscuidad y, por tanto, más infidelidades. Sin embargo, el deseo de la mujer ha actuado a lo largo de la historia de forma selectiva. Por un lado, buscaba al mejor padre para su futuro hijo, pero también el mejor de los amantes. Y ambas figuras, no siempre se personificaban en el mismo individuo. El adulterio ha sido para muchas mujeres la mejor forma de agrupar la seguridad familiar y el placer sexual.

La figura de la adúltera ha sido la de una mujer perseguida, señalada y castigada -en el peor de los casos asesinada-, tanto por los hombres como por su mismo sexo. Si bien las mujeres han sufrido desde que el mundo es mundo la represión sexual de la mano de los hombres, que apoyaban sus sanciones en palabras divinas, fueron las propias mujeres, quienes durante tanto tiempo se habían consagrado a perseverar su pureza como un tesoro -para así salvaguardar su supervivencia en un mundo dominado por la fuerza bruta-, las que condenaron a sus iguales con mayor ferocidad.

Las penas por cometer adulterio no se agotaban en esta vida, sino que pervivían en los infiernos. Un ejemplo del castigo divino imputado a la adúltera lo hallamos en la puerta de las Platerías de la Catedral de Santiago. En el tímpano de la  portada izquierda se halla la figura de la Adúltera, una mujer de largos y alborotados cabellos, que porta en su mano la calavera de su amante, a quien el marido le ha cortado la cabeza. Si bien se ha especulado con que la figura de la mujer representara a Eva, su verdadero significado debemos encontrarlo en las palabras del clérigo francés Aymeric Picaud:

0200px-Adúltera

Y no  ha de relegarse al olvido que junto a la tentación del Señor

está una mujer sosteniendo entre sus manos la cabeza putrefacta de su amante,

cortada por su propio marido,

quien la obliga dos veces por día a besarla.

¡Oh, cuán grande y admirable castigo de la mujer adúltera

para contarlo a todos![1]

La imagen, pues, advierte a todas las adúlteras en potencia lo que les alcanzará, si dan el pecaminoso paso.

A pesar de los peligros que el adulterio suponía, algunas mujeres decidieron arriesgarse. El abismo o un escarnio social, no eran peores que una muerte en vida. Reivindicaron su propio deseo. Su feminidad. Y, al no encontrarlo en casa, fueron a su encuentro fuera de ella.

___
* Extracto del ensayo «Infidelitas, -atis» de Carmen Lloret, publicado en 2005.