“Tú eras un fantasma. Te encontré en las sombras y tendí las manos hacia ti de muchas maneras. Tú no me censuraste. Soportaste mis ataques y dejaste que me castigara a mí mismo”.
“Tú me hiciste. Tú me formaste. Me diste una presencia fantasmal que brutalizar. Nunca me pregunté cómo rondabas fantasmagóricamente a los demás. Nunca me cuestioné el que poseyera tu espíritu”.
“No quería compartir mi derecho sobre ti. Te rehíce de manera depravada y te enterré bajo llave donde otros no pudieran tocarte. No sabía que el simple egoísmo invalidaba todas mis exigencias sobre ti”.
“Vives fuera de mí. Vives en los pensamientos enterrados de desconocidos. Vives mediante tu fuerza de voluntad para esconderte y fingir. Vives gracias a tu fuerza de voluntad para evitarme”.
“Estoy decidido a encontrarte. Sé que no puedo hacerlo solo”.
James Ellroy
Después de convertirse en el gran tótem de la novela negra americana y haber comenzado ya su impepinable saga sobre los Estados Unidos de los años ’50 y ’60, sus trapos sucios, todos los tejemanejes al descubierto de los titiriteros que mueven los hilos del gran circo, James Ellroy llegó al punto de enfrentarse a sí mismo, a sus recuerdos enterrados de infancia. La causa: el asesinato aún sin resolver de su madre, en 1958. Lo que comenzó siendo un artículo periodístico, llevo a Ellroy a plantearse una empresa mucho más desafiante. ¿Por qué no ejercer él mismo como investigador del asesinato de su propia madre? Para llevar a buen puerto tal empresa Ellroy se alió con el investigador Bill Stoner, y ahí que se lanzaron a desempolvar las telarañas del recuerdo, del cajón de ficheros sin resolver de la policía angelina.
La pelirroja, Jean Ellroy, volvió como una obsesión a la que James tenía que darle significado: encontrar al asesino de su madre, ponerle un rostro. Para esta ocasión, no quedaba otra: Ellroy iba ser el protagonista de su novela. Ya no valía dar vida a personajes inspirados en su familia, tal como hizo en “Clandestino” (Clandestine, 1982), su segunda novela. No, ahora la empresa era de una proyección incluso más ambiciosa: rebuscar a entre las grutas de su memoria, encontrar por fin a la pelirroja. Demasiado tiempo encerrada en alguna caja fuerte de su subconsciente. Su vida estaba predestinada para este momento. “Mis Rincones Oscuros” (My Dark Places, 1996) es la traslación al papel de esta doble búsqueda: la del asesino de su madre y la suya propia. Dos objetivos indisolubles que cobran fuerza progresivamente, al mismo tiempo que la lectura avanza.
Dividido en bloques, el trasiego de “Mis Rincones Oscuros” arranca con un monumental informe policial. Luego, llega la cumbre: las memorias, en primera persona, de Ellroy. Desde que se produce la muerte de Jean Ellroy, cuando él tenía nueve años, hasta que descubre su gran vocación como escritor. Escritas con cadencia de boxeador, Ellroy convierte la página en blanco en un ring imaginario. La tunda de frases cortas, directos al mentón y acometidas salvajes se suceden como una granizada a la intemperie. Una vez te adentras en su remolino imparable, ya no hay escapatoria. Ellroy visualiza a su lector como su contrincante en el cuadrilátero. Le escupe sus fragmentos de vida, hilvanados una detrás de otro, con precisión matemática. El relato de su huída sin su madre, su obsesión con La Dalia Negra, la muerte de su padre, su infierno personal entre océanos de alcohol y drogas de baratillo, Ellroy describe los episodios de su vida como si necesitara exorcizarlos de tajo, en una explosión narrativa acompasada, como un recital de be-bop abrasivo. No sólo se trata del momento más demoledor de toda su obra, sino que también se erige como una de los capítulos más sinceros y descarnados de la literatura moderna. Ellroy nos agarra literalmente del cuello y nos lleva hacia esos rincones oscuros, que necesita iluminar desesperadamente. La sombre de Ellroy nunca se hizo tan presente, casi insoportable, ni tan voluminosamente visceral. Leerlo es sentir la naturaleza humana en toda su profundidad, con sus agujeros negros emergiendo continuamente. Ellroy descubre cosas que nadie más se atrevería a confesar, hace que Bukowski quede a la altura de Rosa León. ¿La realidad supera la ficción? No, la realidad aplasta la ficción.
Entre las investigaciones, descritas con taquigráfico pulso policial, y las derivas más narrativas, “Mis Rincones Oscuros” se acaba imponiendo como una mezcla monumental, ideal, de memorias y gran novela periodística, la que todo el mundo estaba esperando desde “A Sangre Fría” (In Cold Blood, 1965), de Truman Capote.