Que hoy en día un artista sea capaz de sorprender tras dos décadas de continua reinvención tiene un mérito increíble. Pero claro, estamos hablando de Abel Hernández. En este caso en particular, hasta se puede concebir como un hecho tangible. Y vaya si lo es. La última encarnación de Abel, El Hijo, sigue con la dinámica en ascenso. Cada nuevo disco brota como una respuesta al anterior. Así, si la exuberancia física de Exteriorización del Cuerpo Astral (2012) rompía con la acústica evocadora de Madrileña (2010), su reluciente criatura, Fragmento I (Discos de Kirlian, 2015), emerge en una ruptura que se hace extensible al mismo desarrollo, aparentemente, fracturado de sus cuatro órganos vitales. Electrónica gélida, envuelta en ventiscas de tacto ambient, lo más fácil sería buscar cuatro etiquetas genéricas para delimitar tamaño arrebato de creación. Pero sería como cortar las alas al mismo propósito de la trayectoria que Abel lleva labrándose desde que sorprendió a todos con el primer LP de Migala. Como él mismo me contó hace dos años. “Mi futuro nos depara más música, espero. Y más cambios en las formas, probablemente más drásticos aún que hasta ahora. Pero no lo sé. Estoy en ese momento casi a punto para empezar algo nuevo”. Pues bien, esa ansia de renovación se ha materializado de la forma más elocuente y regeneradora posible. Para empezar, cabe aclarar un asunto: se ha dicho que su nuevo disco invoca a su pasado al frente de su experiencia bicéfala, junto a Coque Yturriaga, en Emak Bakia. Craso error. Por el simple hecho de estar ante cuatro canciones empañadas en fibra sintética, no quiere decir que su propósito tenga paralelismos. Donde los mapas sonoros de Emak Bakia se desplegaban con trasfondo cinematográfico y formas abiertamente experimentales, -del krautrock a los tonos orientales, entre un millar de tonos-, Fragmento I perfila una geografía musical poblada de engranajes de impacto tremendamente emocional: la inducción por trance ha pasado a convertirse en una exteriorización del cuerpo físico. El ideal de traducir la espeleología sonora en un concepto de canción libre, pero “canción” al fin y al cabo, se ha hecho posible a través de cuatro ejercicios modélicos de cómo desechar la fugacidad del lifting para, en vez de eso, transformar la arruga en un arrebato de juventud felina, salvaje. Porque desde este cuadrado de las Bermudas no sólo se atisba un poso idílico de texturas antárticas, un concepto de sonido global, sino que también brota un póquer de canciones de facciones autónomas y gesto intransferible. El cordón umbilical que las une es su vibrante metaforización de grandes extensiones de hielo en llamas. Pero luego, cada canción es una idea. Sólo el arranque ‘Segismundo’ parece fundir las cascadas misteriosas de Badalamenti con el inmovilismo espacial -ese sonido de bichos inmemoriales de fondo- del Brian Eno de On Land (1982) Tras esta punzada inicial, las primeras palabras que sobrevuelan responden a una idea general: “Dulcemente, como un gas”. Y a partir de aquí, se revela el gran secreto: cómo fundir los polos más opuestos como si fueran dos partes del mismo reflejo. Así, mientras se forma un cielo de rayos tan evocadores como lo podría ser el Phaedra (1974) de Tangerine Dream, durante 20 segundos para la posteridad se oye un crujido de huellas en la nieve con cadencia motorik. La fisicidad es tan palpable que el topicazo de “no escuchar, sino sentir” se transforma en verdad absoluta. Lo mismo sucede con ‘El que odia’, en la que la voz de Abel suena más que nunca como un susurro que invoca el pálpito neuronal, flota y queda suspendida en un eco celestial. Mientras, abajo, se cuece una jungla agreste. Todo suena como si estuviera quebrándose en modo replay. Por su parte, ‘Viñeta’ contiene tal masaje de imágenes que perderse entre ellas no puede ser más que la única opción viable.
Para cerrar la expedición, ‘Naturaleza muerta’ vuelve a conjugar un universo de latitudes temporales-espaciales tan magnéticas que el gusanillo inicial se transforma en un mono instantáneo por poder degustar cuanto antes la continuación de este ataque dentado contra la indiferencia y el fast-food musical. Para un servidor, lo más grande que le ha pasado al pop desde los últimos discos de Moon Wiring Club e Ian Crause. Single del año, y por goleada. Lo juro.