En un mundo en el que la cámara era ese objetivo omnisciente e inmóvil, tuvo que llegar Murnau y su equipo para otorgarle movimiento y seguir explorando nuevas formas de narrar una historia. Todo esto sucedió en El Último (Der Letzte Mann, 1924), otra obra del cine mudo que hemos podido ver restaurada gracias al infatigable trabajo de la Fundación Murnau. Una película que, como ya hemos dicho, marca el inicio de los movimientos de cámara que otorgaban otro dinamismo a la narración la cual, por cierto, se desarrolla con fluidez pese a la casi total ausencia de intertítulos, salvo el epílogo final y una breve lectura de una carta. Algo que parece inverosímil, la no aparición de narración escrita, lo asumimos con total naturalidad durante el visionado entre otras razonas por la magistral interpretación de Emil Jannings como El Portero.
Citada la innovación, hemos de advertir que El Último no es un caso similar al de El Cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927) de Alan Crosland, en la que los gorgoritos de Al Jolson daban la bienvenida al cine sonoro y, al mismo tiempo, salvaban una película que sin este hecho seguramente hubiese quedado bastante olvidada. El Último, sin embargo es una joya técnica y artística que perdura con todo merecimiento por el guion de Carl Mayer, la fotografía de Karl Freund y la dirección de F.W. Murnau, todo en perfecta conjunción para contarnos la historia del portero de un hotel de lujo. El personaje cambia radicalmente cuando se embute en su traje, como ofreciéndole un estatus social superior al de sus vecinos, quienes le saludan con devoción al verle pasar. Al mismo tiempo, el portero se siente realizado y orgulloso pero su vida cambia radicalmente cuando es relegado de su puesto por su avanzada edad, y degradado a mozo de los lavabos. Por vergüenza, trata de ocultar su nueva situación, pero sus vecinos no tardan en saber la verdad y se vuelve el objetivo de sus burlas.
Murnau trata, de esta manera, no sólo el clasismo de la ciudadanía que puede tratar de distinta forma a una persona según cuál sea su trabajo o, incluso, su apariencia. Además aborda el tema de la vejez en la vida laboral, tan de moda actualmente en nuestro país, y lo que todo ello conlleva. En este caso la pérdida de un uniforme, sus galones para el protagonista, a imagen y semejanza de lo ocurrido con muchos militares tras la Primera Guerra Mundial, que tuvieron que readaptarse a la vida laboral en Alemania y dejar de ser vistos como héroes al perder sus uniformes. Exactamente lo mismo es lo que le ocurre al portero, quien no asume su nueva situación y siente que la sociedad y la propia ciudad le oprime, doblándose sobre él y tratando de encerrarlo y asfixiarlo.
Quizá polémico pueda resultar el epílogo, que aparentemente podríamos tratar como una edulcoración de la historia pero que, por otro lado, también podríamos interpretar como una sátira a la obsesión de la sociedad por guardar las apariencias, por pintarlo todo de color de rosa hacia el exterior. Un epílogo, por ello, voluntariamente exagerado y digno de un cuento de hadas. Murnau juega con el espectador y le da lo que muchos quieren ver, pero dejando claro que es un sueño imposible y que la amarga realidad es la del portero que vive humillado.