Ahora que el mono más famoso, y grande, de la historia del cine ha regresado en Kong: La Isla Calavera (Kong: Skull Island, 2017), dirigida por Jordan Vogt-Roberts, y cuyas primeras críticas parecen apuntar a que podrían superar la tibieza de la mastodóntica, en cuanto a presupuesto, versión de Peter Jackson, King Kong (King Kong, 2005), nunca está de más volver la vista atrás, obviar la versión de John Guillermin, King Kong (King Kong, 1976), y centrarnos en la original, la dirigida a cuatro manos por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack: King Kong (King Kong, 1933). Porque las siguientes ni en el nombre fueron originales.
Es cierto que mención aparte merecería otra producción intercalada entra la original y el remake de 1976, hecha en plena auge del kaiju eiga, el cine japonés de monstruos, cuando Godzilla, Gojira en el original, dominaba el mundo y a algún avispado productor le aparecía el símbolo del dólar, y del yen, en los ojos cuando pensó en juntar al monstruo radioactivo con King Kong en una “brutal” lucha. El resultado se llamó King Kong Contra Godzilla y desde luego que merece artículo propio.
Aunque si en algo supera la original a todas sus predecesoras es en la iconografía. Si el cine es la representación de los sueños, la versión de 1933 ha sido la impulsora de miles de referencias, guiños y homenajes a lo largo de sus más de 80 años de vida. En eso, en estimular el imaginario colectivo, King Kong no encuentra muchos rivales en la historia del cine que estén a su altura.
Bien mirado, King Kong podría resumirse como una actualización, y animalización, del cuento de la bella y la bestia. Cierto que ahora la bestia mide 25 metros y difícilmente podrá enamorar a una bella de metro sesenta, pero el concepto de la bestia rugiente que se enamora de una bella joven sigue estando ahí. En este caso no en un castillo, sino en una misteriosa isla con forma de calavera que en la época ya estimulaba el temor del espectador. Tanto llegó a estimularlo que del montaje original se llegó a eliminar una escena en la que aparecían una araña, un pulpo, un lagarto y un cangrejo, todos ellos tamaño Kong, que atacaban a la tripulación protagonista. Parece ser que la escena provocó más de un desmayo y momentos de pánico, por lo que fue eliminada del montaje original.
Pero King Kong es mucho más que una versión moderna e inquietante de la bella y la bestia, ya que es también la obsesión del ser humano por dominar a su entorno, por someter a los animales y exhibirlos en un zoo y sacar rédito económico, sobre todo es la codicia lo que se ve reflejado en King Kong y el motivo del desastre que llevará a Kong a huir por la ciudad de Nueva York y a encaramarse al Empire State, espantando aviones como si de moscas se tratase y con la única obsesión de encontrarse con aquella que ama, en una escena que se recordará para siempre.
Es cierto que Kong no está solo en su isla, en la que también encontraremos dinosaurios gracias al trabajo del mismo equipo de El Mundo Perdido (The Lost World, 1925) de Harry O. Hoyt, que ponía en práctica toda su experiencia en animación teniendo además unos parajes inigualables de fondo. Porque King Kong también supuso un gran paso en el campo de los efectos especiales, y seguramente ese sea gran parte de su encanto, el darle tanto carisma a un simple muñeco y animarlo para hacerlo inmortal, aunque gran parte de culpa siempre la tendrá Fay Wray, quien más cerca estuvo del corazón de Kong.