«Las largas vacaciones del 36» de Jaime Camino

Amarcord (Me acuerdo). Las vacaciones eran largas, pero se nos hacían cortas. Días de sol en la playa y noches de juegos en la calle. Suponían un contraste con la realidad de la ciudad y el invierno, con su frío, su penumbra y rutina. La luz, el sol, la playa. Las bicicletas con sus excursiones, las caminatas por la montaña y las visitas fugaces a los chiringuitos y heladerías. El mar y su sal, que cubría nuestros cuerpos. Risas y aventuras. Imaginación al poder, pero sin poder alguno. Las vacaciones de los niños no tienen nada que ver con las de los adultos. No están forzadas al disfrute ni caracterizadas por el estrés de verlo y fotografiarlo todo, ni necesitadas de descanso. Son espontáneas, frescas, curiosas e intrépidas.

Jaime Camino retrató en Las largas vacaciones del 36 (1976) unas vacaciones tan largas como una guerra civil. Unas vacaciones que empezaron con la esperanza del verano y terminaron en la derrota del invierno. Pero ¿son posibles unas vacaciones en medio de una guerra? En la España de los años 30 todo – o casi todo – era posible. A muchas familias burguesas les cogió el comienzo de la contienda estando de vacaciones. El 19 de julio, después de que el pregonero anunciara el baile que iba a tener lugar esa misma noche en el pueblo, se oyeron los gritos de los lugareños: “¡Los moros! Que vienen los moros!” Las largas vacaciones del 36 acababan de comenzar. Como en todo pueblo veraniego, se formó o ya existía una pandilla de los más jóvenes. Había niños de todas las edades, que vestían de blanco, jugaban a las canicas, iban en bici y se deslizaban por las cuestas de las calles en carretilla. Los niños jugaban a ser adultos. Fumaban, escondidos en el bosque, imitando a los mayores. E imitando a los mayores jugaban a la guerra. Se disfrazaban de milicianos y tomaban palos que hacían las veces de fusiles. Simulaban batallas, disparaban y algunos caían al suelo haciéndose los muertos. Adoptaban incluso la jerga de los mayores, que escuchaban en casa, en la tienda o en la calle. E incluso tendieron una trampa a un fascista que se escondía en casa de unos parientes. Fue un día de recreo, tanto para los niños, como para los mayores. Un día en el campo, en el que se pretendía disfrutar de la calma en la naturaleza y la paella en los estómagos. Enrique, hijo de un militar fiel a la República que había perecido al comienzo de la guerra, tiende una emboscada junto a sus amigos al fascista (José Vivó), que, en un principio, cree haber sido descubierto por unos milicianos. Al percatarse de que se trata tan sólo de una travesura de niños los amenaza e increpa que le hayan tomado el pelo con armas de mentira. Enrique, que ve en ese hombre al enemigo que acabó con la vida de su padre, desenfunda la pistola de éste. “¡Esta no es de mentira!”, le amenaza, apuntándole. Pero Enrique es todavía un chiquillo y no puede disparar. Tan sólo tira el arma al suelo y con lágrimas en los ojos  le insulta: “¡Cerdo!”.

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Las inocentes vacaciones van dando paso a la cruda realidad.

Las largas vacaciones del 36 estuvieron repletas de aventuras, secretos y hallazgos para la pandilla. Poco después de la rebelión militar el grupo descubre un cadáver en el cementerio. Se trata de un hombre al que han asesinado. La familia del difunto irrumpe momentos más tarde en el cementerio. Llantos de dolor por lo que se lleva el sinsentido de la guerra. La pandilla acuerda mantener el secreto.

Las vacaciones son tiempo de descubrimientos. Enrique descubre el sexo con Encarna, la criada de sus tíos, (Ángela Molina) mientras yace convaleciente de tifus en su cama. Más tarde conocerá su primer amor. Será la perseverante y de gélida apariencia Alicia la que conquistará su corazón y le tejará un jersey con el que cubrirá su torso del frío de la guerra. Enrique acaba sus vacaciones para dirigirse al frente, formando parte de la Quinta del Biberón.

Algunos adultos también participaron de las largas vacaciones que les proporcionó la guerra. Mujeres que permanecieron haciéndose cargo de sus hijos como Mercedes (Concha Velasco), abuelos (Ismael Merlo) que ya no podían combatir, botiguers[1], a los que la guerra ni les iba ni les venía, y cobardes como Jorge (José Sacristán), que temían más por su vida que por el futuro de su país.

A medida que las vacaciones se acaban, la realidad reaparece. Una carta que anuncia una muerte que llega demasiado pronto. Unos abandonan la casa de campo, esta vez, con carromatos que les han de llevar al exilio. La derrota. Otros, retornan a la ciudad cabizbajos y, en cierto modo, aliviados. Sin embargo, para algunos, los vencedores, las vacaciones no han hecho más que empezar.

 

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Este artículo fue publicado en la revista Versión Original, bajo el pseudónimo de Carmen Lloret (ahora Carmen Viñolo).

 

 


[1] Tenderos, en catalán.