Danzad, danzad, malditos

El hombre es un lobo para el hombre.

El hombre es un chacal para el hombre.

Algunos hombres son chacales.

Algunos hombres son, sin saberlo, lobos.

Algunos hombres devienen lobos.

Otros, matan caballos.

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Si todavía piensan que el periodo de aprendizaje del ser humano acaba tras el lapso de la escolarización, salgan al mundo y vean.

Afuera, una playa desierta. Las olas del mar, arrullando. La brisa, despeja. Dentro, la banda ensaya, mientras una larga fila de mujeres y hombres esperan su turno. Cuando les toca, deben abrir sus maletas para que el contenido sea revisado; hacen otro tanto con su cuerpo. La boca bien abierta para que el médico certifique que están sanos.

La anuncian como la mayor maratón de baile del mundo. Una danza ininterrumpida que ha de prolongarse semanas, un evento muy popular durante la época de la Depresión. Frente al público, decenas de parejas danzan por el pabellón, sin descanso, hora tras hora, moviendo los pies. Los pies, que no se paran ni de noche, debido a la inercia.

Algunos participantes lo ignoran, pero no se trata de un concurso, sino de un espectáculo. Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They?, 1969) de Sidney Pollack empieza abriendo las puertas mágicas de la fama y la fortuna y acaba cerrándolas de un portazo.

En ese recinto herméticamente cerrado los participantes pasan los días sin poder salir. A no ser que abandonen el concurso. Las olas no rompen para ellos. Ni el sol calienta. Sólo para Robert, el joven inocente que, al igual que los personajes de Milagro en Milán, se aferra a los rayos de sol que traspasan las vidrieras. Intenta prolongar la suave placidez del calor sobre su cara, poniéndose de puntillas, pues los rayos tienen en el recinto los segundos contados. Robert casi lo había olvidado, pero durante una pausa uno de los empleados saca la basura afuera, y la curiosidad lo empuja a echar una ojeada al exterior. Abre la puerta, la luz le encandila. Es el atardecer. Escucha de nuevo la música del mar, siente la brisa, ni siquiera puede aprehender la belleza durante un instante, pues, de repente, uno de los jueces se interpone entre él y el paisaje. Se estaba fumando un cigarrillo. Le increpa que qué hace. Es el periodo de descanso -10 minutos-; debería estar dentro, descansando.

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Robert (Michael Sarrazin) y Gloria (Jane Fonda).

Las normas de la maratón son estrictas, de hecho, implacables.

Si os rompéis una pierna, os curaremos.

Si cogéis un catarro, hay aspirina gratis.

Por causa de fuerza mayor, la dirección no se hace responsable de nada.

En caso de fuego, terremoto o pulmonía doble, os arregláis como podáis. 

Hay que dar vueltas en el sentido de las agujas del reloj, una vez y otra y otra.

Habrá diez minutos de descanso cada dos horas.

Seguiréis danzado, mientras la naturaleza humana lo permita.

Cuando uno de los jueces lo decida, no hay apelación posible. Si eliminan a tu pareja puedes seguir bailando solo durante 24 horas. Si encuentras otra pareja durante ese tiempo, vale. De lo contrario, ya sabéis, eliminado.

Siempre habrá un entrenador y una enfermera de servicio, y un médico esperando nuestras ordenes las 24 horas del día.

Alimentación: cuatro comidas fuertes y tres ligeras cada día.

Una sirena atronadora comunica el comienzo de la pausa, y su final.

Las normas son importantes, fundamentales. Nadie puede cambiarlas. Los espectadores tienen que creer en algo, si dejan de creer, dejan de venir, sentencia Rocky, el maestro de ceremonias.

Las normas son el pilar que sustenta el arbitrio del concurso, de nuestra sociedad.

El espectáculo precisa de muchos componentes, unos directos, otros indirectos. El maestro de ceremonias es un hombre, uno de los chacales. Como tal, sólo (per)sigue su instinto, únicamente (re)conoce su mundo.

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Rocky, el maestro de ceremonias (Gig Young).

En mitad de la noche, una mujer se despierta chillando, histérica. Ha sufrido una pesadilla o quizá se trata de un episodio paranoico. Cree tener serpientes recorriéndole el cuerpo. Alarmado por la situación, el maestro de ceremonias entra en la habitación donde duermen las mujeres. Consigue calmarla y las enfermeras se la llevan.

GLORIA

Ha sido un bonito número. Deberían haberlo anunciado y cobrar más por las entradas.

ROCKY

No, es demasiado fuerte.

El chacal no percibe el sarcasmo de Gloria. Su mundo es plano, sencillo. Es el mundo del canibalismo.

Caníbales son también los espectadores, pero, al no poseer consciencia, se creen inocentes. A ellos todavía no les ha tocado. Quizá jamás les atrape la crisis. Observan la tragedia, la degradación de esos seres humanos que deben comer de pie, moviendo siempre los pies. La fatiga. La suciedad. De vez en cuando, uno de los participantes hace un numerito: baila claqué, canta una emotiva canción y, a su fin, el público le arroja unos centavos.

El derbi es, sin duda, el punto álgido de la maratón, donde su carácter macabro se hace patente. Mientras los participantes bailan, algunos de los empleados pintan unas líneas blancas en el suelo. Los participantes los miran intrigados. Pronto descubren el misterio. Se trata de un circuito, una especie de pista de atletismo que deberán (re)correr en una carrera que durará varios minutos agonizantes. Todos han de resultar ganadores, a excepción de las tres últimas parejas. Vestidos cual verdaderos atletas, el derbi está a punto de comenzar. Preparados, listos ¡ya! Los participantes, exhaustos nada más empezar, recorren el circuito a duras penas. El telón se abre de par en par y nos descubre la tragedia de la vida. El sufrimiento aparece en sus ojos, en sus bocas abiertas que parecen querer escupir el corazón. La lucha por la supervivencia hecha absurdo. Y, lo más asombroso, nadie se detiene. Nadie lo detiene. De pronto, el caos. Alguien se desmorona y unos cuantos caen al suelo, unos encima de otros. Los participantes se recobran rápidamente y, a medida que el tiempo se agota, la competitividad aflora. Se dan codazos unos a otros, quién sabe si por el ansia de ganar, o por tener un pedazo de pan que llevarse al estómago.

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El derbi

La segunda vez, los participantes ya saben lo que se les viene encima. Pero en esta ocasión el derbi se presenta como la explotación humana más salvaje. Música de circo. Los participantes no son ya seres humanos, sino monstruos de feria que ejemplifican, sin embargo, no los crímenes de la naturaleza, sino los del hombre.

La sirena suena de nuevo, atronadora, anunciando el comienzo de la tortura. En ese  tiempo, una mujer grita. Es el sonido de la rebelión: la locura.

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