Esbozos acerca de «La genealogía de la moral» de F. Nietzsche (II)

«El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para-esto del sufrimiento»[1].

El fuerte desea en cierta medida el sufrimiento, no teme ese sufrimiento. Pero ¿lo desea siempre? No lo creo. Un sufrimiento constante debilita al fuerte. Cuando el sufrimiento se hace demasiado largo, cuando dura demasiado, cuando es demasiado intenso, entonces es preciso tomar otro camino: el ascetismo. De no ser así, el sufrimiento podría traer graves consecuencias.

El ascetismo se convierte para el fuerte en un lugar de paso, una especie de estación de servicio donde repostar, donde descansar del agotamiento en el que le ha sumido el sufrir. Es preciso esperar a que amaine la tempestad. Llega un momento en que sería de locos, no de fuertes ni valerosos, actuar de otro modo. Llegado el momento en que te fallan las fuerzas, entonces hay que parar. Dormir, ayunar, dejar de sentir, para que una vez haya cobrado fuerzas, pueda enfrentarse a todo con mayor valentía. El ascetismo paraliza los sentidos y, por tanto, el dolor. Pero no es de ningún modo, un buen lugar donde quedarse. Si el fuerte permanece demasiado tiempo allí, acabará volviéndose débil, delgado, demacrado. No hay que olvidar que el dolor no se curará nunca con el ascetismo, sino que simplemente se paralizará momentáneamente, se suspenderá.

El fuerte toma refugio en el ascetismo, se aleja de la voluntad porque ésta le estaba llevando a la muerte, o a algo mucho más grave: la locura. Pero es preciso saber cuándo se debe abandonar la estación de servicio, antes de que sea demasiado tarde y el fuerte se dé cuenta de que ha envejecido y que su vitalidad no es la que era. El ascetismo encierra un peligro. Te consume.


[1] Friedrich Nietzsche: La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid 1995, página 185.