La desaparición del 10 (I)

Bochini, Netzer, Zico, Francescoli, Hagi, los años setenta y ochenta fueron una cantera inagotable de líderes del centro del campo con incuestionables habilidades definitorias de cara el gol. Tres décadas después, ¿qué nos queda de aquella troupe de locos geniales del pase imposible y la explosión del ego a través del futbol colectivo?

No es ninguna novedad que, desde hace años, se haga difícil ver sobre un campo de futbol mariscales de campo con proyección ofensiva como Riquelme, quizás el último 10 puro que nos ha dado el futbol moderno. La pérdida de la posición más mediática del futbol en los años setenta y ochenta quedó plasmada en pizarras donde las flechas de distribución del juego ya no partían desde el muñequito colocado en el centro neurálgico del campo de batalla.

La sistematización del juego raso, el tiki-taka y esquemas de juego tan en boga como el 4-3-3 han provocado la progresiva desaparición de un modelo de futbolista que funcionaba como un verso libre con instinto organizador. Asimismo, el líder donde, en la mayoría de los casos, solía recaer el peso y el carisma del equipo.

Las características de esta clase de enganches con la delantera siempre han estado sujetos a una visión espacial del campo que, al contrario que el mediapunta tipo actual, caso de Mesut Özil o Marco Reus, no se limitaba a enfocar veinte o treinta metros de cancha para arriba, sino que la visualizaba desde cincuenta o sesenta desde atrás. Pero lo que dotaba de una cualidad especial a esta raza de mediocampistas era su inteligencia para fluctuar entre la organización del ataque y la toma de protagonismo en roles más definitorios.

En un símil baloncestístico, el 10 futbolístico cumplía una empresa idéntica a la que pudo tener Magic Johnson o Isiah Thomas en la NBA de los años dorados: bases con una gran visión de juego, capaces de tomar las riendas ejecutoras cuando fuera preciso.

BOCHINI. ANTES DE MARADONA

Fue en los años setenta y ochenta cuando se hizo más patente la explosión del 10. En Argentina, antes de que Maradona definiera la omnipresencia de esta posición como figura central, el jugador que emergió como el paradigma de 10 fue un tal Ricardo Enrique Bochini, ídolo del Pelusa, que hizo de Independiente el club dominador de los años setenta en Latinoamérica. Como un Von Karajan con Stradivarius en mano, el jefe del Rey de Copas propagó el concepto más puro de esta función que se haya dado jamás en la historia del futbol.

Famoso por su doble vertiente, Bochini se hizo relevante por sus tendencia a marcar goles decisivos en finales, como los dos que marcó a River Plate en la final del Nacional en el 78 o su golazo en la fase clasificatoria de la Copa Libertadores del 76, que una década después emularía Maradona contra Inglaterra en el Mundial de México 86. La otra gran virtud del argentino era su pase en profundidad, auténticos tiralíneas que se colaban en el corazón del área rival, que llegarían a ser bautizados bajo el término de pase bochinesco.

Más que ningún otro 10, Bochini representó la esencia de esta posición dentro del once. Un capitán con margen de maniobra en quien recaen las fortunas y desgracias vividas por un equipo. La idea de un cerebro dotado de un sinfín de recursos técnicos, de quien Maradona llegó a decir que fue un precursor de lo que, años más tarde, sería Andrés Iniesta, quien cuenta con incuestionables paralelismos en su capacidad para desbordar y servir pases en bandeja de plata. En este sentido,no hay mejor ejemplo que el vídeo que circula por las redes del Argentina-Brasil del 79 en la Copa América. Una exhibición de arte balompédico acorde a las palabras que Maradona llegó a dedicar a su ídolo cuando recuerda los apenas dos minutos y medio que pudieron compartir juntos en su semifinal mundialista contra Bélgica, en México 86. Fue en el momento que entraba a jugar Bochini, con el partido decidido, cuando el Barrilete Cósmico pudo cumplir uno de sus deseos más anhelados: “Cuando vi que entraba Bochini, me pareció que tocaba el cielo con las manos, por eso lo primero que hice fue tirar una pared con él. En ese momento sentí que estaba tirando una pared con Dios”, tal como reproducía La Nación en junio de 2016.

De vuelta al mítico enfrentamiento entre argentinos y cariocas en la Copa América del 79, que acabó en 2-2, cabe decir que Bochini tuvo la oportunidad de enfrentarse a Zico, el 10 brasileño por antonomasia, y a Sócrates: el heredero natural de Rivelino, quien definió la mentalidad netamente atacante de los mediocampistas que ordenaban desde esta zona del campo en Brasil. A diferencia de la prioridad organizativa del 10 argentino, jugadores como Zico y Sócrates no solo tendían a un mayor despliegue de su capacidad de tiro lejano, sino que, como en el caso de este último, estaban sujetos a la estética del 10 en aquellos años: futbolistas que acentuaban su superioridad técnica con el resto de sus compañeros por medio de una elegancia en el toque y detalles como el pase de tobillo, con el cual Sócrates era capaz de multiplicar la velocidad de las acciones ofensivas de su equipo.

En aquella Copa América del 79, Brasil ya jugaba con dos dieces al mismo tiempo, tendencia que repetirían con éxito, aunque sin el objetivo final cumplido, en competiciones como el Mundial 82, celebrado en España.

De retorno a aquel meridiano de los años setenta, Argentina también contaba con la figura del mediático Norberto Alonso, el gran rival de Bochini en aquellos años. El que fuera manija de River Plate hace cuatro décadas tuvo que sufrir la presencia de un Bochini ganador, capaz de ser determinante en la consecución de cuatro Copas Libertadores consecutivas, entre 1972 y 1975. A pesar de estos logros, El Bocha no fue al Mundial del 78, celebrado en Argentina. Alonso entró en su lugar. No en vano, el 10 de Independiente adujo que tenía cáncer, debido a las amenazas de los militares, que tenían como favorito al pulmón de River.

Detalles como este o el hecho de no haber traspasado jamás el charco fueron clave a la hora de soterrar la relevancia de Bochini que, a su vez, era la representación más fidedigna de una posición sobre el césped que también estaba marcando las tendencias futbolísticas de aquel entonces en Europa.

DE NETZER A PLATINI

Fue en el partido de despedida de Michel Platini, celebrado en 1988, cuando se dio la suma más rutilante de dieces sobre un terreno de juego. En aquel final de los años ochenta, el noventa por ciento de los mejores jugadores del mundo regentaban esa posición del campo. No en vano, en aquel partido desfilaron líderes de la zona ancha del tablero de juego como Francescoli, Matthäus, Zico, Maradona y el propio Platini.

Ver las listas de jugadores de los ochenta que estaban nominados a ganar el Balón de Oro respondía a un dominio dictatorial de jugadores como Ruud Gullit, Michel Platini, Lothar Matthäus, Jan Ceulemans y Kenny Dalglish. Fue precisamente este último, un escocés de clase infinita, el gran diez británico de una estirpe iniciada en los sesenta por Bobby Charlton, ampliada en funciones defensivas en la década de los ochenta por Bryan Robson. Antes de que este último comenzara a despuntar, Kevin Keegan fue quien anticipó las características del líder ofensivo acostado a la banda. Keegan llegó a la Bundesliga en 1978, un lustro después de que Günter Netzer la hubiera abandonado antes los cantos de sirena del Real Madrid. De aquella, Netzer era el jugador más representativo de lo que ofrecía el 10 alemán: con menor vocación rematadora que el británico, pero con una mayor visión de juego. Netzer fue una versión de Schuster pero más elegante y con mayor capacidad de desborde. No hay mejor ejemplo de sus portentosas habilidades que el 1-3 que la República Federal Alemana le infligió a Inglaterra en Wembley. La paliza de los bávaros tuvo lugar en 1972, con un Netzer imperial, dueño de un pase en largo milimétrico y tan habilidoso como para abrir defensas rivales con su mera presencia.