La era del consumo (II): usar y tirar, la obsolescencia programada

Don Nadie, un indigente, rebuscando en la basura:

«No hay nada que sirva, hoy todo se echa a perder antes de que sirva»[1].

0857 6242 4983

Lavar a 30º

54% poliéster

44% algodón

1% elastano

1% acrílico

Hecho in China

Este jersey se autodestruirá en 5, 4, 3, 2…

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En una plazoleta…

Una viejecita.- Las cosas ya no se hacen como antes.

Otra viejecita.- Qué me vas a contar. Recuerdo que en mis tiempos…

Una viejecita.- Antes los jerséis te duraban, por lo menos, 20 años.

Otra viejecita.- Y ahora en dos semanas ya te sale bolilla.

Una vejecita.- Incluso antes. Le he comprado un jersey a mi nieta y cuando llegué a casa y se lo di, parecía un montón de harapos.

Otra viejecita.- No sólo la ropa, es todo. Voy al súper. Me fijo en una oferta: «¡Estropajos a 1 euro. Súper oferta!». Y luego, en dos lavados estaban en las últimas. Tuve que comprar unos nuevos.

Una viejecita.- ¿Y qué hay de los detergentes? Siempre anuncian la nueva fórmula, como si ésta fuese la panacea, la definitiva, siempre mejorada, superada, pero luego, en menos que canta un gallo, anuncian otra nueva, mucho mejor que la anterior.

Otra viejecita.- Me apuesto un riñón a que la fórmula es siempre la misma, que no la cambian apenas.

Una viejecita.- Es una tomadura de pelo.

Otra viejecita.- Y que lo digas.

Una viejecita.- ¿Y las chapas? Te pones una y ¡¡se dobla el imperdible!! Se te caen… Qué ridículo cuando vas toda chula a un concierto y, de repente, se te cae la chapa.

Otra viejecita.- ¿A qué concierto has ido tú?

Una viejecita.- Al de Franco Battiato.

Otra viejecita.- Ah, sí, me lo perdí por culpa de la ciática.

Una viejecita.- Todo es de mala calidad.

Otra viejecita.- De una calidad pésima.

Una viejecita.- Una cacatúa.

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En efecto, los productos se estropean tan rápido que ni siquiera te da tiempo a cagar lo que consumes, sino que lo vomitas directamente. Se trata del efecto bulimia, los productos duran tan poco que hay que reemplazarlos cada vez con mayor frecuencia. La aparición de nuevos y «mejorados» productos, desempeña también un papel sumamente importante.

Nos encontramos en la era del consumo, la era de las chapuzas. Usar y tirar, obsolescencia programada.

Según la documentalista alemana Cosima Dannoritzer, directora y guionista del valioso documental Comprar, tirar, comprar (2010), «la obsolescencia programada es el motor secreto de nuestra sociedad de consumo»[2]. El término se refiere a la planificación del fin de la vida útil de un producto que realizan los diseñadores, ingenieros y productores del mismo. Así, un producto que podría durar más tiempo se produce de tal manera que se vuelva rápidamente obsoleto, inútil, que deje de funcionar en un tiempo determinado. El fin de ello es que la producción, así como el consumo y los beneficios, se mantengan en perpetuo crecimiento.

El siglo XX trajo consigo la producción en masa que, a su vez, condujo a un abaratamiento de los productos, cada vez más al alcance de los incipientes consumidores. «En los años veinte, los productores comenzaron a acortar la vida de los productos»[3]. El día de navidad de 1924 se crea el cártel Phoebus, en Ginebra (Suiza), el primer cártel mundial para controlar la producción de bombillas. Estaba compuesto por los principales productores de bombillas de Europa, Estados Unidos, así como de otros países como Rusia, Egipto, Abisinia, Liberia, Cuba, Venezuela, Ecuador, Colombia, Perú, Bolivia o Chile[4]. Según Markus Krajewski de la Universidad Bauhaus de Weimar, su objetivo era controlar la producción de bombillas, pero también a los consumidores que se veían obligados a consumir nuevas bombillas cuando las antiguas se agotaban[5]. En 1925, Phoebus tejió un plan según el cual las bombillas debían tener una vida de 1.000 horas. El siglo pasado, Thomas Alba Edison había creado la bombilla que duraba 1.500 horas. Para que este plan se cumpliese, Phoebus estableció su control de manera férrea, imponiendo multas a aquellos fabricantes que se desviasen de la norma de las 1.000 horas. A lo largo de las décadas, «el cártel ha seguido existiendo, aunque cambiando de nombre»[6], asegura Krajewski. Durante el siglo XX, se patentaron numerosas bombillas con una vida más longeva, incluso una que duraba 100.000 horas, pero ninguna se comercializó[7].

En Livermore (California) se encuentra la bombilla más antigua de la historia. Su filamento lo inventó Adolphe Alexandre Chaillet en el siglo XIX, y desde que se instaló en el parque de bomberos del municipio, en 1901, no ha dejado de brillar.

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La competencia favoreció asimismo el florecimiento de la obsolescencia programada. En los años veinte, la mitad de los automóviles del mundo entero pertenecían al modelo T de Henry Ford, un modelo robusto, duradero, aunque sucio y maloliente. Alfred Solane, presidente de la General Motors, se propuso desafiar a Ford y empezó a producir nuevos modelos en los que primaba el diseño a la ingeniería. Su idea era que los consumidores cambiasen de coche cada tres años. Gracias a esos diseños novedosos, en breve, el modelo de T de Ford había quedado anticuado, obsoleto.

Se había introducido el concepto de modelo anual. Del cambio de producto, no porque estuviese deteriorado o no funcionase, sino porque en el mercado había uno nuevo más atractivo.

La obsolescencia programada nace en el seno de la producción, del capital. Ahora bien, siempre fue acompañada de una ideología, así como de su eterna compañera, la publicidad.

En 1928, «Printers’ Ink», una influyente revista de publicidad, publicaba lo siguiente: «Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios»[8].

Todo apuntaba a la tierra de Jauja para los productores del capitalismo. Tenían controlados a los consumidores, que estaban ávidos por nuevos productos. No obstante, la fiebre del consumo se vio detenida abruptamente debido al crack del 29. La economía se desmoronó. El índice de paró alcanzó cotas del 25%. El consumo cayó en picado. El país entero rayaba la indigencia. Dos décadas más tarde, tras la II Guerra Mundial, el consumo regresó con fuerzas renovadas. «El estilo de vida de los años 50 sentó las bases de la sociedad de consumo actual»[9], asevera Cosima Dannoritzer.

Y volvió la obsolescencia programada…

En los años cincuenta, la empresa fabricante de medias de nylon, duPont se vanagloriaba de haber creado unas medias tan resistentes que no se rompían ni a la de tres. Las damas estaban realmente encantadas de la calidad de las medias duPont, ¡las carreras habían sido desterradas! Sin embargo, la empresa no tardó en cambiar de rumbo y empezar a diseñar medias que durasen menos, a crear fibras más débiles.

Carme Devesa, propietaria de una mercería, recuerda aquellos tiempos: «Fue una cosa escalonada. No fue algo así ahora salen buenas y, de golpe, ahora salen malas. Fue algo escalonado. Cada vez la media era más fina, menos resistente…»[10].

«Los mismos químicos que habían aplicado todo su saber para crear un nylon duradero, siguieron la corriente de su época, y lo hicieron más frágil»[11].

En la década de los cincuenta, aún existía una resistencia ética, proveniente del siglo pasado, hacia la obsolescencia programada. Por ejemplo, en un artículo de la revista «Design News» titulado «Product Date-Deaths – A Desirable Concept?» se abrió el debate de si era moralmente aceptable que los ingenieros creasen productos con fecha de caducidad. ¿Se habían convertido en destructores?[12].

Nicols Fox, ensayista y periodista, cuyo padre trabajó para duPont en aquellos años, explica: «Debió de ser frustrante para los ingenieros tener que usar sus conocimientos para crear un producto inferior, después de tanto esfuerzo para crear un buen producto. Pero supongo que esa es la visión desde fuera. Ellos sólo hacían su trabajo. Hacerlo más fuerte, hacerlo más débil, ése era su trabajo»[13].

Lo que es cierto es que, paulatinamente, se produjo un cambio de conciencia en los ingenieros, en los químicos, en los diseñadores… y, cómo no, en los consumidores.

Sin duda, eran otros tiempos. En aquella época, no se sabía que los recursos naturales eran finitos, que el exceso de producción podía poner en riesgo el equilibro de la vida en el planeta Tierra. La idea del constante crecimiento no se veía como algo perjudicial, sino todo lo contrario. A día de hoy, para los productores, para el capital y para sus secuaces, tampoco.

Que cada vez los productos duran menos es un hecho. Pero no hay que irse a los tiempos de la abuela. En los 70, en los 80, en los años 90, las prendas textiles podían durar 20 o 30 años. Hoy en día, la esperanza de vida de los productos se ha reducido de manera escalofriante, se está reduciendo de forma desbocada.

No obstante, para que este cambio se produzca realmente habría que promulgar leyes y normativas que promuevan y obliguen a las empresas a producir productos más duraderos. Actualmente, en Europa resulta harto complicado reparar según qué aparatos. Sobre todo, porque cada vez más se da el caso de «esta pieza ya no se fabrica». Los mismos fabricantes dejan de producir los componentes para que no haya otra opción que adquirir el nuevo producto.

A principios de los años sesenta, Vance Packard, autor de The Waste Makers, el primer ensayo académico sobre la obsolescencia programada, declaraba en un programa de televisión: «Se acercan tiempos nefastos. La sobrecomercialización está cambiando nuestro carácter de una manera que me perturba. Nos estamos volviendo demasiado autoindulgentes, se nos anima a ser demasiado autoindulgentes»[14].


[1]Eusebio Calonge: Catálogo de cicatrices(Obra dramática 2010 – 2017), Artezblai Editorial, Colección Textos Teatrales, Número 115, Bilbao 2007, Acto II, Escena III, página 207.

[2]Cosima Dannoritzer: Comprar, tirar, comprar. La historia secreta de la obsolescencia programada (Prêt à jeter ,2010)

[3]Ibídem.

[4]Ibídem.

[5]Ibídem.

[6]Ibídem.

[7]Ibídem.

[8]Ibídem.

[9]Ibídem.

[10]Ibídem.

[11]Ibídem.

[12]Ibídem.

[13]Ibídem.

[14]Ibídem.