Universo Tezuka: MW (Planeta de Agostini, 2005)

mwHablar a estas alturas en términos de obras cumbre, clásicos u obras maestras, cuando nos referimos a Osamu Tezuka, el Dios del manga, empieza ser estúpido; ¿cuántas obras “definitivas” hizo durante su carrera? ¿cinco?, ¿seis?, ¿diez? Quizá más; bueno, no. Seguro.   Fenix, Adolf, Buda, Black Jack, Astro Boy. Más allá de estas obras más reverenciadas, el verdadero alcance de su obra se mide en obras, a priori, menores como La Canción de Apolo, Ayako, La Princesa Caballero, Oda a Kirihito, Bajo el Aire, El Árbol Que Da Sombra o este MW (Planeta de Agostini, 2005) que nos ocupa.

Dentro de este escalafón de obras menos conocidas, por lo menos en España, MW destaca por ser, quizá, el paradigma de ese “Tezuka Oscura”; el mismo que alumbró obras como ésta o la no menos fascinante El Libro de los Insectos Humanos (Astiberri, 2013). Publicada originalmente entre 1976-1978, MW se convirtió rápidamente en la obra más polémica de toda su trayectoria. Durante aquella época, en la que el cómic europeo parecía llevar la delantera de una temática social en sus contenidos, Tezuka ya llevaba varios cuerpos de ventaja a todos y cada uno de sus coetáneos.

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El Padre Garai ardiendo en las llamas de la culpa.

La homosexualidad -un tema completamente tabú en el Japón de entonces-, la Guerra de Vietnam, la pederastia, la validez del secreto de confesión, los trapicheos de los altos poderes ejecutivos y los banqueros, MW plantea tantos objetivos que hasta se hace increíble que, al terminar sus casi 600 páginas, todos queden perforados con venenoso bisturí afilado. Un torrente de cuestiones, todo queda articulado bajo un formato de thriller total. Planteando el peligro fatal de las armas químicas, como generador de la trama principal -y que está sacado de un suceso ocurrido sólo dos años antes de ponerse manos a la obra con este manga-, de MW acaba surgiendo el andrógino Yukio; sin duda, una de los psicópatas mejor retratados de toda la historia. Lejos de esos psicópatas milimétricos, desapasionados, a los que se recurre para buscar una empatía con el lector / espectador, lo que propone Tezuka es presentarlo desde el principio como un ser despreciable: el mismo Diablo. Por supuesto, en el caso del dibujante japonés todo tiene una causa, que no una justificación, ojo. En el caso de Yukio, Tezuka nos adentra hacia el centro de dos terribles traumas de infancia, que no pienso desvelar, y una enfermedad que le priva de todo tipo de moral. El personaje de Yukio le sirve a Tezuka para desentrañar la fealdad humana de las personas a las que chantajea, mata y engaña, casi siempre banqueros y políticos corruptos. Yukio no tiene un atisbo de piedad con ellos. En este sentido, resulta memorable algún tinte de puro neorrealismo, como la escena en la que el señor Makino se presenta en la casa del director del banco para implorarle una ayuda para no dejar que quiebre su empresa. Resulta demoledor como Tezuka nos muestra la desesperación del señor Makino, y como la figura amable, hasta aquel momento, incluso divertida, del director del banco transmuta ipso facto en un vendaval de ira, más intimidante que cualquiera de los actos deleznables llevados a cabo por Yukio.

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Yukio durante uno de sus ataques ¿fingidos?

El peso de la culpa por todos los actos de Yukio recaerá en el Padre Garai, su confesor y amante. Aquí es donde Tezuka levantó oleadas de críticas, al presentarnos a un cura homosexual. Para colmo, la cuestión que plantea en torno al “secreto de confesión” es de aúpa. ¿Se debe obstaculizar la investigación de un criminal cuándo existen vidas en juego? Cuánto menos, discutible. Y si utilizamos el sentido común, jamás.

Narración atómica, Tezuka aprovecha desde la primera viñeta para enredarnos en la trama, al mismo tiempo que amplía sus registros para con el dibujo. Este es otro de los puntos más impactantes del cómic. Alejado por momentos del estilo manga, cuando se trata de documentar viñetas que representan momentos denunciables -Guerra de Vietnam, muertes por armas químicas-, el artista nipón desenvuelve un estilo “realista”, incluso cercano al tono documental de Jacques Tardi.

Aterrador por momentos y prescindiendo de sin los oxigenantes recursos humorísticos que planean en casi todas sus obras; en el caso de MW, resultaría incoherente intentar estilizar una trama que, más que nunca en la trayectoria de Tezuka, se presenta como una adaptación con peso social de las tragedias griegas.

Arrastrado por una inercia trepanadora, MW se desarrolla en bruto, hilado a una velocidad de vértigo, torrencial, para el que el uso de viñetas como fotogramas de una película, resulta mucho más que una simple herramienta, si no la misma esencia devoradora de este manga sin filtrar; la misma que se esconde en el ADN intoxicado de Yukio.

Ni que decir tiene que MW es una experiencia conmovedora, que remueve conciencias, y cuya temática, enmarcada en unos años en concretos, sobrepasa estos límites temporales para convertirse en un relato atemporal, de vigor filosófico.

Imprescindible para los que no entienden de vacuos ejercicios de estilo y sí de espumarajos de arte de los que abrasan estómagos y tuercen muecas al momento.