Otra de las grandes obras de William Shakespeare interpretadas, que no adaptadas, por el prisma de Akira Kurosawa fue Macbeth. El japonés puso toda la carne en el asador para trasladar la clásica historia al Japón feudal, contando de nuevo con su actor fetiche Toshirô Mifune para el papel principal: Taketoshi Washizu. Pese a eliminar partes de la obra original, Kurosawa consigue universalizar su discurso reduciendo la épica y centrándose más en los sentimientos subyacentes. Trono de Sangre (Kumonosu-jô, 1957), así se llamó este Macbeth nipón, fue una producción titánica que incluía exteriores rodados en el Monte Fuji, un enorme set construido en los estudios Toho que representaba el castillo, al que se le incluyó suelo volcánico traído del propio Monte Fuji para mantener la concordancia visual con los exteriores. También las escenas en el bosque fueron una mezcolanza de paisajes reales de los bosques cercanos al Fuji y otro escenario creado también en los Toho.
La elección de los exteriores no fue un capricho, sino que Kurosawa buscaba un paisaje neblinoso. Pero el trasladar y montar toda la parafernalia propia de una película que recrea la época feudal, teniendo en cuenta la distancia que separaba el set de Tokyo, no hubiese sido nada fácil de no ser por la inesperada ayuda que proporcionaron marines americanos de una base cercana, que colaboraron preparando y limpiando el terreno para que los técnicos pudiesen montar el set.
Todo esfuerzo valió la pena para que Kurosawa, con su inconfundible estilo, rodase una obra maestra como Trono de Sangre. Un mundo de intrigas, de codicia y de envidia malsana personificada en la figura de Lady Asaji Washizu, la Lady Macbeth de la historia, interpretada de forma magistral por Isuzu Yamada. Una Lady Washizu de mirada esquiva y voz susurrante, de movimientos lentos y casi imperceptibles, a la vez gráciles y temibles, siempre escogiendo las palabras para lograr hacer arder la llama de la codicia en Taketoshi Shimizu. Una sucesión de escenas en las que sibilinamente Lady Washizu se va ganando el odio del espectador, al ver cómo impunemente provoca atroces acontecimientos. Ambos, Yamada y Mifune, conforman una pareja que por sí sola puede mantener toda la película, pero aún así se encuentran rodeados de escenarios que, vistos a través del objetivo de Kurosawa, son un personaje más.
Venganza, y la venganza trae miedo, temor a más venganza. El traidor no descansa ya que sospecha hasta de su mejor amigo, y ese es Yoshiaki Miki, el eslabón más racional de esta cadena aunque siempre al borde de verse devorado por esta vorágine de cizaña. Poco importa que al final Kurosawa abandone a Shakespeare en busca de un final más acorde al universo que él retrata. Porque pocas veces habremos visto unas escenas finales con tanta fuerza, y arriesgando tanto con decenas de flechas reales en una atrevida coreografía que solamente viéndola podréis entender.