Alex Ross: «El Ruido Eterno»

alex ross foto 1¿Puede existir algo más absurdo que tener miedo a leer un libro? Sí y no. En mi caso personal, este absurdo llevaba un lustro impidiéndome adentrarme en la lectura de “El Ruido Eterno” (The Rest Is Noise, 2009). El porqué de este miedo partía de dos experiencias muy cercanas: dos de los colegas con los que siempre podía superar la barrera del cuarto de hora de discusión musical había renunciado al pop –en términos generales-, tras la lectura de esta obra. Uno de ellos me llegó a dar TODA su colección de vinilos para que pudiera venderla en la tienda de discos que tenía de aquella. El segundo, simplemente me dijo: “Después de esto, ya no tiene sentido seguir escuchando a My Bloody Valentine y todo lo demás”. ¡¿EHH?! Pese a que siempre he estado completamente seguro de mis convicciones musicales, aquellos dos casos tan cercanos me produjeron un desasosiego instantáneo. Las mismas preguntas me martilleaban la cabeza como una tortura china, lento pero continuo: “¿Tendrá un hechizo este libro? ¿Quedaré yo también abducido por su poder de atracción? ¿Finalmente, la música clásica, o contemporánea, es ese último peldaño hacia una (ridícula) escala de valores musicales? Tardé mucho tiempo hasta que el bucle formado por estas preguntas dejaron de jugar a la noria en mi quijotera. Me acabé dando cuenta de que mi mayor temor no provenía de perder el interés hacia toda la geografía musical que sigue y sigue aumentando enclaves con el paso del tiempo. Lo que realmente marcaba una distancia con esta obra era el hecho de adentrarme en un mundo casi virgen para mí. Mi propensión natural a sumergirme hasta lo más fondo de un género musical nuevo para mí ya me había llevado a estar tres meses escuchando únicamente flamenco, y también cuatro cuando redescubrí el hip-hop. Si con estos dos ejemplos me había pasado unos cuantos meses, ¿Cuánto tiempo podría llevarme profundizar en los siglos y siglos que tiene de vida la música clásica? La respuesta sería años. Aún siendo un libro centrado en el siglo XX, seguro que iba a acabar delinear caminos alternativas hacia el pasado. Me conozco, no lo puedo evitar. Es como una enfermedad, sana, pero enfermedad.

Por una de esas casualidades de la vida, hace un par de semana me topé de nuevo con este libro en una biblioteca. Estaba buscando información para uno de mis proyectos ensayísticos, cuando el lomo vetusto de su presencia me atrajo hacia él. Bueno, en realidad, la información que buscaba se encontraba entre sus páginas. Tras cinco años de auto-flagelación, lo abrí y le eché una primera mirada rápida por encima. En el fondo, seguía con ese temor estúpido de acabar siendo presa de un sortilegio, uuuuuuuhh.

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Gustav Mahler.

Para mi agradable sorpresa, las primeras frases que asaltaron mi vista explicaban la intención del autor de no hacer un libro excluyente, sino para todo el mundo, sobre todo para los que estábamos bastante vírgenes en estos meandros. Sosteniéndolo entre mis manos, lo tuve más claro que nunca: “¿Seré gilipollas?”. Poseído por el sabor irresistible de la curiosidad, tuve que llevarme el libro de marras. No me quedaba otra, algo en mi interior proclamaba mi estupidez a intentar siempre evitarlo. Por fin, me sentía con las fuerzas necesarias de mandar a hacer puñetas mis miedos. Se trataba de enfrentarme a ellos o acarrear una sensación de vergüenza ridícula durante mucho más tiempo.

Pues bien, tras llegar al final de esta travesía, no tengo más que darle las gracias al señor Alex Ross por haber escrito una obra tan panorámica. De la primera a la última página, he devorado cada una de las palabras que conforman tal manifiesto a favor de algo tan poco pop como la clásica. La conclusión está clara: se trata de un trabajo en las antípodas de cualquier tipo de integrismo o atracción maligna. El por qué de la renegación de mis amigos a todo lo que habían escuchado hasta su lectura, sigue siendo un misterio para mí. Y más cuando desde la primera página queda claro que, más allá del interés que pueda llegar a provocar la música tratada, lo que realmente se erige como corpus principal es la historia en sí del siglo XX, descrita a través de la música y la vida de sus autores. Vamos, que lo que reza el subtítulo del libro no podría ser más acertado. De Strauss a Steve Reich, Ross traza una travesía que nos lleva a las grandes transformaciones culturales, políticas y filosóficas del siglo, mientras va explicando cómo la música de Shostakovich era utilizada para socavar la moral de los nazis en plena batalla o el estreno de Salomé congregaba la plana mayor de cerebros europeos en 1906.

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Steve Reich en pleno proceso.

De La Primera Guerra Mundial al estado de terror generado por Stalin, Ross luce su narrativa exuberante, proporcionando nueva semántica a la historia. Para tal fin, se sirve de un estilo tan ameno como profundo. Cada razonamiento deriva en una idea mayor y cada vericueto siembra una nueva reflexión. Sus descripciones musicales son casi tan sonoras como las de Simon Reynolds. Sólo así es posible que una lectura de 700 páginas se haga tan fluida.

Ni que decir tiene que, durante su lectura, han surgido nombres y obras que me están proporcionando nuevos manjares sonoros. Eso sí, a añadir no a sustituir. De los trabajos oníricos en piano de Satie a las rítmicas fascinantes de Stravinski, esta obra despliega un mural enorme de referencias, que podría llevar una vida entera poder degustar. Sin embargo, la virtud de la paciencia que rige el disfrute de esta música, elimina cualquier necesidad kamikaze de adentrarse en su entendimiento y disfrute. Como el mismo Alex Ross pretende, su intención no es adoctrinar, sino expandir, pero con toda la calma que precisa adentrarse de golpe en las obras de Debussy, Berg o Mahler. A la pregunta de si he renegado de esa parte integral que da cuerda a mi vida, sólo tengo que decir que tras acabar de leerlo, mi primera reacción fue escuchar A Silent Way de Miles Davis (Columbia, 1969), para corroborar los lazos que une la música descrita en este libro con uno de mis discos más amados. Que no son pocos. Lo dicho: ampliación y no sustitución. ¿Ha quedado suficientemente claro?