OBSERVADORA.- Anoche me puse a caminar sin rumbo fijo. Me di cuenta de que vivimos en una época actualísima, y eso nos nubla la mente a todos. Se me hizo de noche. No sabía realmente a dónde había ido a parar. Creo que era la periferia. Miré a mi alrededor y, frente a mí, se extendía un puente de mediados de siglo hecho a base de hormigón abaratado y acero de tercera, dejado de la mano de dios y de la del diablo. En la distancia, entre la neblina, creí vislumbrar una silueta enclenque y desgarbada que, de seguro, tramaba algo. Me acerqué lo justo para contemplar el lance, sin que el susodicho me viera. No cabía la menor duda, se trataba de un dramaturgo, aunque su aspecto era más el de un mozo empleado en los muelles que el de un escritor refinado. Al principio tenía cara de póquer, pero no tardó en aparecer el conflicto: una batalla entre la resignación y angustia.
DRAMATURGO.- Desde luego, haber tenido que llegar a esto. Con lo feliz que era en los últimos tiempos y la de obras fetén que estaba escribiendo. Pero no me queda otra. (Sintiendo un escalofrío.) Qué relente. Y eso que dijeron que se aproximaba una ola de calor. Pero no, se han vuelto a equivocar. No dan una. Aunque, en realidad, no es de vital trascendencia ni el pronóstico meteorológico ni el tiempo que me haga esta noche. (Siente otro escalofrío.) Ay, se me están helando los dedos de los pies. En marcha, pues.
OBSERVADORA.- ¿En marcha?
(El dramaturgo se agarra a la barandilla con ambas manos, la rodea con las piernas y se sitúa al otro lado.)
OBSERVADORA.- ¡Ay, qué se tira!
DRAMATURGO.- (El Dramaturgo percibe la presencia de la Observadora y le embarga la inspiración.)De pronto, como salida de la nada, aparece en escena una figura. Resulta imposible distinguir si se trata de una persona de carne y hueso o de un fantasma. Me inclino más por la segunda opción. ¡Ya deliro, con esta humedad! (Siente otro estremecimiento y por poco cae al vacío. Se agarra a la barandilla con más fuerza.)Qué flojera en las piernas. Por poco no lo cuento. Dime, ¿quién o qué eres tú?
OBSERVADORA.- Eh… «Yo no sé quién soy ni lo pretendiera».
DRAMATURGO.- ¡Arrea, una filósofa!
OBSERVADORA.- Por favor, no lo haga.
DRAMATURGO.- ¿Hacer qué?
(La Observadora hace un ademán con la mano, evidenciando la intención del Dramaturgo de despeñarse.)
DRAMATURGO.- Tu empatía es de agradecer. Cualquiera habría pasado de largo o se habría quedado mirando el espectáculo. Pero aquí no hay lugar para dramatismos. Lo que voy a hacer obedece a un fin determinado, a un objetivo.
(La Observadora se acerca suavemente y posa la mano en su hombro. Al notar el contacto, la humanidad, el Dramaturgo se viene abajo.)
DRAMATURGO.- (Descompuesto.)He sufrido mucho, mucho. Es que… es que…
OBSERVADORA.- Venga, suéltelo.
DRAMATURGO.- Los actores con los que trabajo no se aprenden el texto ni a la de tres.
OBSERVADORA.- ¿Eh?
DRAMATURGO.- ¡Ay, qué pena más grande! Se les olvida en sesión continua, o lo cambian, así, al tuntún, como si lo mismo diese decir una cosa que otra. En lugar de solazarse, dicen «soslayarse». (Dramático.) ¡Un mínimo, por favor! Son dos conceptos totalmente distintos, pero eso les trae sin cuidado. Y mientras tanto, yo quedo como un ignorante frente al público. ¡No puedo más! ¡No lo soporto! Yo me tiro. ¡Me tiro!
(La Observadora agarra al Dramaturgo.)
DRAMATURGO.- He hecho todo lo que he podido. Siempre estoy al pie del cañón en los ensayos, pasando texto, corrigiéndoles si se equivocan. Llega un punto en que recito yo más que ellos. Una vez… una vez… el actor principal cada día que pasaba se sabía menos el papel. ¡No tiene lógica! ¡Es del todo irracional! Acabé subiendo al escenario, le pegué un empujón a ese majadero y empecé a interpretar el papel. (Breve pausa.)Se rieron de mí. Obvio, no sé actuar. Qué impotencia, mis obras a merced de un atajo de desconsiderados. (Suspira.)Hasta he probado con el teatro mudo. Escribí una obra que sólo tenía una línea, pues nada, no había manera de que la actriz se la aprendiese. ¡Una línea! ¡Mi reino por un apuntador!
OBSERVADORA.- Esto es kafkiano.
DRAMATURGO.- Ahora bien, cuando interpretan sus propios textos -porque a día de hoy los actores le han cogido gusto a esto de la dramaturgia-, no se les pasa ni una. «Yo me aprendo a rajatabla mis textos. Un clásico: un Lorca o un Shakespeare, también me los aprendo. Ahora, ¿para qué me voy a esforzar en aprenderme el texto de un mindundi?».
OBSERVADORA.- Esto tiene toda la pinta de ser un síndrome de Procusto.
DRAMATURGO.- Es el acabose.
OBSERVADORA.- Un abuso de poder.
(Breve pausa.)
OBSERVADORA.- Encontrará seguro a otros actores, más profesionales.
DRAMATURGO.- No… Hay una epidemia en el mundillo. Viene ya de lejos, aunque en la actualidad se ha radicalizado.
OBSERVADORA.- Mi abuela solía decirme «Todo tiene arreglo… menos la muerte».
DRAMATURGO.- Te equivocas. En este caso, la muerte es el arreglo. (Sonriendo.)He ideado un plan: Yo ahora me mato -un suicidio siempre da categoría a un artista- y, con el tiempo, mi obra será reconocida y, si hay suerte, incluso admirada. ¡Me convertiré en un clásico! Y a los actores no les quedará otra que aprenderse mis textos a pie juntillas. ¡Por fin!
OBSERVADORA.- Me quedé absorta por un instante. Intentando encajar las palabras del dramaturgo, deseando encontrarles un sentido… Cuando me di cuenta, ya se había precipitado al vacío. «A… a… abur».
.