Je t’aime je t’aime… je t’aime je t’aime je t’aime je…

Claude ya no puede más. Catrine siempre está triste. Es muy bonita y joven, cuenta chistes ingeniosos sobre gatos, pero su existencialismo, aunque sutil y elegante, lo abruma. Ya casi no se acuerda de cuando se fijó en ella por primera vez. Fue en el trabajo. De todas las empleadas, era la que peor lo hacía. Tenía motivos; ella odiaba el trabajo de oficina. Poco a poco empieza a desear su muerte, a que desaparezca de su vida y se lleve con ella su melancolía. 

Como suele suceder en la vida, lo que deseas, bueno, lo chungo de lo que deseas, se hace realidad. 

Je t’aime je t’aime de Alain Resnais es un filme revolucionario como el año en que se gestó, 1968. Es arte. 

Su carácter fragmentario, tan de moda en las últimas décadas, tiene aquí un significado profundo: el adentrarse en el dolor, en la repetición del dolor de un acontecimiento traumático que se repite en la cabeza, en el pecho de Claude una y otra vez. 

Cuando Catrine muere en extrañas circunstancias, Claude se siente, en un primer momento, aliviado. No obstante, al pasar los días, un pensamiento se filtra en su cabeza. Comienza a ser consciente de que ya nunca podrá volver a verla, a estar con ella, a abrazarla, besarla. Catrine ya no existe. Este pensamiento crece como una bola de nieve que atormentará a Claude hasta el punto de intentar suicidarse. 

Tras acabar en el hospital, recibe la visita inesperada e insólita de unos científicos que le proponen un experimento, un viaje en el tiempo. En ese momento, Claude es un hombre escindido por el dolor y la pérdida. No tiene nada que perder, no tiene nada por lo que luchar. Volver al pasado se le aparece como una especie de “¿por qué no?”, de “¿qué más da?”. Una evasión de la angustia que está sintiendo, de la que no puede escapar.   

Lo que no esperaba Claude es que el viaje en el tiempo lo devolviese al instante de mayor dicha con Catrine: durante unas vacaciones, aquel día soleado en la costa. Ella tomando el sol; él buceando en el mar. 

La luminosidad de la escena remite al ideal terrenal de Friedrich Nietzsche. El sol, el mar, la felicidad, la libertad, el amor. También recuerda al filósofo alemán y su teoría malinterpretada del eterno retorno: en su viaje a través del tiempo, el experimento -aún en ciernes- falla y Claude cae en un bucle, reviviendo la escena una y otra vez. 

La repetición de ese pico de felicidad, sin embargo, se transforma en algo monstruoso, pues ese instante en realidad ya no existe. Porque Catrine ha muerto. 

Lo que iba a ser una huida de sus sentimientos, del inmenso dolor que le causa la pérdida de Catrine, se convierte en la implacable constatación de esa misma pérdida. Ella ya no volverá. 

¿Quién dispone de la sensibilidad suficiente para amar, para emocionarse, para reír a día de hoy? ¿Quién podría ser Claude? ¿Quién, Catrine? ¿Quién puede hacer que el eco de sus instantes sigan oyéndose a través del tiempo?[1].


[1]Arthur Schopenhauer, Parábolas, aforismos y comparaciones