El Viento se Levanta: el gran adios de Miyazaki

Hayao Miyazaki se va. Nos deja. Noticia triste para la industria del cine, tal suceso ya torna terrible, si nos atenemos a la monumental despedida que ha escogido para tan señalada ocasión: El Viento Se Levanta. Final por la puerta grande, el genio nipón ha aprovechado para llevar a cabo su proyecto más personal y desolador. Paradigma de la sutileza artesanal, su última película fluye como la vida misma. De ritmo armonioso, contemplativo, Miyazaki se fija más que nunca en los pequeños detalles que hilan el día a día; en este caso, los que se suceden en la vida de Jiro Hirokoshi, el famoso ingeniero aeronáutico en el que está basada esta historia. Soñador ingenuo, la etapa vital más significativa de su vida se desarrolla entre sueños reveladores, que sirven como genial punto de fuga a sus ínfulas por surcar los cielos con invenciones aladas, y los sucesos marcados dentro de un contexto con la terrible sombra de la Segunda Guerra Mundial asomando. Como punto de unión entre sueño y realidad, aparecerá el amor tierno a rabiar y sin límites con Hanako; personalmente, la parte que más me ha marcado de este film.

Como no podía ser de otra manera, Miyazaki vuelve a patentar su sello inconfundible mediante un tremendo canto vital, para el que hasta las máquinas parecen tener vida propia; se hinchan, respiran, están envueltas en colores refulgentes y contrastados. A certificar este rasgo inherente, ayudará esa frase recurrente, “Hay que intentar vivir”, utilizada en los momentos más simbólicos, y que condensa el mensaje principal de toda la producción filmográfica del director japonés. Más allá de esta seña de identidad, tras más de veinte años después de Porco Rosso (1992) Miyazaki vuelve a utilizar a un personaje principal masculino. En este sentido, resulta modélica su elección, para incluso dar con una reivindicación más feminista y necesaria que de costumbre; sobre todo, cuando, en un momento puntual, su propia hermana, que lucha por ser médico, le dice: “Los hombres lo tenéis muy fácil”. ¿Se puede ser más claro con menos? Lo dudo. Dentro del perfil más crítico, la sutileza de Miyazaki vuelve a ser demoledora respecto a la propia situación actual que nos afecta. De este modo, resulta sobrecogedora la escena con la muchedumbre intentando entrar en el banco donde han dejado todos sus ahorros, y ahora se ve en la bancarrota. Más definitivo todavía, será el momento en el que los acompañantes de Jiro rompen en carcajadas en el coche cuando éste se refiere a Japón como “un país moderno”. Cuanto menos, significativo. Dentro de esta sucesión de reflexiones, Miyazaki no deja pasar la oportunidad de dar con una de las más brillantes de toda su carrera. Me refiero a cuando, en el punto culmen de un seminario, Jiro piense en voz alta: “Si a este avión le quitamos el armamento podría volar mejor”. Por supuesto, la respuesta de la concurrencia a este razonamiento, tan ingenuo como revelador, será como si Jiro les hubiera gastado una broma, y de las buenas.

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Jiro y Caproni: sueños entre las nubes.

Lejos de la borrachera de imaginación ilimitada que ha caracterizado sus otras grandes obras maestras – La Princesa Mononoke (1997), El Viaje de Chihiro (2001), El Castillo Ambulante (2004) -, para esta ocasión Miyazaki ha optado por dar con su piezamás “cinematográfica”; una que, si no fuera por los sueños de Jiro, podría haberse llevado a cabo por actores reales. En este sentido, Miyazaki tiende vasos comunicantes con la estética deprimida que Luchino Visconti imprime en su adaptación Muerte en Venecia (1971), uno de los clásicos del escritor alemán Thomas Mann, el humor cotidiano del Yasuhiro Ozu de Buenos Días (1959) y el carnaval humano del Fellini de Amarcord (1974), representado en esa genial escena junto a Caproni – en la realidad, el otro gran genio de la aeronáutica de principios del siglo XX – y esos gigantescos aviones-barco abarrotados por la gente del pueblo. Semejante triángulo de referencias no hacen si no, enriquecer aún más esta película, destinada a instalarse en lo más profundo de nuestros corazones, esos que este médico del alma humana siempre ha sabido ver con maestría y profunda mirada infantil; pero que, en su último reconocimiento, ha topado con las arrugas más marcadas del mundo adulto. Le echaremos mucho de menos.

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