Hazlo por Schopenhauer (IX): métele a un artista

Anoche soñé con un pintor.

Era rubio, tenía una larga cabellera a lo Luis Cobos y estaba en una galería de arte, rodeado de sus cuadros. Eran retratos de gente de espaldas, como los de La Chunga, que pintaba bailaoras del reverso, porque así, decía, le era más fácil. El pintor se situó frente a mí e intentó venderme la moto. Tenía el discurso preparado. Cada frase predecía a otra fielmente estudiada. Pero sus palabras sonaban huecas, no tanto por el contenido sino por el tono, que lo delataba. Me llevó de la mano junto a uno de sus cuadros y me hizo saber que era el retrato de Paris Hilton, un personaje muy en boga en la prensa estadounidense, dijo, no sabía muy bien por qué.

«Porque gente como tú, hijoputa, le da cancha«,

se me escapó de los labios.

Me tapé la boca con ambas manos ipso facto.

Por suerte, el pintor no me había oído. Seguía a lo suyo, hablando de sus óleos. Seguía con su discurso preparado de antemano durante horas. Pero los acrílicos chillaban que no eran otra cosa que pura banalidad.

Un pensamiento me cruzó la mente como una flecha del mismísimo Robin Hood:

«por mucho que ensayes el discurso no conseguirás que tus retratos mejoren…«

El pensamiento había cogido carrerilla

«Como si éste tuviera la más remota intención de que sus cuadros fuesen mejores«,

cuando algo lo detuvo de sopetón.

«Mi plan B es ser muy rico y muy famoso. O viceversa. Me da igual el orden«,

me dijo el pintor.

Me quedé paralizada,

«Ah, entonces, ¿cuál será tu plan A?«,

disparó de nuevo mi boca,

«¿Ser un estafador? ¿Un especulador? ¿Un vendido? ¿Un farsante?«.

Antes de que el pintor pudiera reaccionar, porque esta vez sí me había oído, escuchado y entendido, aparecen en la sala Virginia Woolf, Dorothy Parker y Friedrich Nietzsche. Al ver lo que se me venía encima, esto es, el puñetazo que me iba a estampar el pintor en las narices, y mi escasa capacidad de reacción, Parker me aparta a un lado con la energía de un búfalo y agarra el puño del pintor, que en ese preciso instante se hallaba en posición recta, horizontal, derechito a mi cara. Parker agarra el puño –déjà vu– y lo levanta en alto, en vertical, en Internacional.

Nietzsche, que siempre ha sido muy bruto, le atiza al pintor un puñetazo en todo el colodrillo a lo Bud Spencer.

Y Woolf se saca la aguja de su sombrero y se la clava en el pecho. Sin embargo, la aguja traspasa el cuerpo del falso artista, planeando como un avioncito de papel hasta uno de sus cuadros, el de Paris Hilton, precisamente.

Entra Henry Miller, a voz en grito:

«¡Basta ya de sutilezas!«

Coge al pintor de los pelos y lo lanza contra el suelo.

Woolf agarra uno de los cuadros, el de Paris Hilton no, otro, y se lo estampa en la cabeza.

Miller empieza a patearlo.

Nietzsche lo patea también.

Salgo de mi aturdimiento y me lanzo a la vorágine de violencia. Abro la boca y esta vez es para bien, porque le muerdo al pintor en el brazo, arrancándole un buen pedazo de carne.

La escupo.

Cuando llega al suelo, está ya podrida.

Woolf anota unas líneas en su cuaderno. ¡¡Qué inspiración!!

Parker ríe como una descosida.

Miller me aplaude.

A Nietzsche se le caen las lágrimas.

 

Abur.